Twenty-Third Sunday in Ordinary Time, Year A-2011

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I could wish that I myself were accursed and separated from Christ for the sake of my brothers, my kin according to the flesh (Rom. 9:3—NABRE)

It is in this Sunday’s gospel reading that the word ‘church’ appears for the second and last the time in the Gospels. In this second appearance, the word refers to the local church, to a particular community or congregation, and not to the universal Church that Jesus promised he would build on the apostle Peter. But in both instances, ‘church’ comes associated with the power to bind and loose.

This power, along with the power of the keys, is given first to Peter. It appears to pertain later—but without the power of the keys—to all the disciples, to the whole people of God, to the sheep and shepherds alike. Taking into account, however, what is narrated before and after today’s gospel reading, I am inclined to think that the power of binding and loosing belongs more to the leaders, the big shots, in a manner of speaking, who show leadership qualities, and less to the little folks.

On the one hand, the little ones, those who have turned to God and have become like children, not by their innocence, but rather by their recognition of their utter dependence on God and their absolute trust in him, these are not the folks expected to be the ones to tell a brother his sin, alone or in the presence of others, or denounce him to the church, or, much less, pronounce decisive and authoritative statements that are meant to be normative. If the little ones dare to do so, who will really believe them? Will they not likely be mocked? The little ones are usually readily dismissed or even despised outright, which accounts for the warning about the gravity of causing them to stumble and the affirmation of the value of receiving them, of searching for them if they go astray, and forgiving them time and again when they repent.

On the other hand, the great ones that we are or think ourselves to be, do we not tend—as Father Robert P. Maloney, C.M., expressed in “On Being Gentle and Firm” in the April 28, 2003 issue of America—to be gentle and accommodating with those in authority, and firm, even tough and brusque, with the weak and the powerless? Do we take seriously the commandment in which is summed up all the other commandments—the same one that, according to St. Vincent de Paul, is above all rules [1]—and show not only tender love but also tough love, the love that impels us to correct brothers who sin and to speak out in order to dissuade the wicked from their ways no matter how big they may be or think themselves to be? Do we speak the truth to power? Whom do we imitate? The prophets Jeremiah and Amos or King Zedekiah’s officials and the priest Amaziah? St. John the Baptist or the king who imprisoned him and ordered his decapitation? Blessed Franz Jägerstätter, an Austrian peasant, who resisted Hitler or the much better educated and learned members of the Church who cooperated with the Nazis or simply remained silent [2]? Blessed Ghebremichael or the Monophysite bishop who tried to poison him first and then persecuted him?

We propose, of course, to follow Jesus, but we can easily go astray and conform ourselves to the world and the life-style of the chief priests, the elders of the people, and the scribes and Pharisees who lock the kingdom of heaven before human beings, and who do not enter themselves nor allow entrance to those trying to enter (Mt. 23:13). If we, straying from the fold, still do not regard others as more important than ourselves and we look out only for our own interests (Phil. 2:3-4), showing contempt for the church of God and making those who have nothing feel ashamed (1 Cor. 11:22), we have much to learn yet, I believe, about the Supper of the Lord and about the power to bind and loose.

NOTES:

[1] P. Coste X, 595.
[2] Robert P. Maloney, C.M., “An Upside-Down Sign: The Church of Paradox,” America (November 22, 1997) 8.


VERSIÓN ESPAÑOLA

23° Domingo del Tiempo Ordinario, Año A-2011

Por el bien de mis hermanos, los de mi raza y sangre, quisiera incluso ser un proscrito lejos de Cristo (Rom. 9, 3)

Es en el evangelio de este domingo donde por segunda y última vez aparece la palabra «iglesia» en los Santos Evangelios. En esta segunda ocurrencia,la palabra se refiere a la iglesia local, la comunidad o congregación particular, y no a la Iglesia universal que Jesús prometió edificar sobre el apóstol Pedro. Pero tanto en la primera instancia como en la segunda viene asociada «iglesia» con el poder de atar y desatar.

Este poder, junto con el poder de las llaves, se le concede primero a Pedro. Parece que luego el mismo poder les corresponde—pero sin el poder de las llaves—a todos los discípulos, al pueblo entero de Dios, a toda la comunidad, tanto a ovejas como a pastores. Tomando en cuenta, sin embargo, lo que se narra antes y después del evangelio de hoy, me inclino a creer que el poder de atar y desatar pertenece más a los líderes o los peces gordos, por así decir, quienes muestran características de liderazgo, y menos a los pequeños.

Por una parte, los pequeños, los convertidos a Dios y hechos como niños, no por su inocencia quizás pero por su reconocimiento de su dependencia total de Dios y por su absoluta confianza en él, no se supone que éstos sean quienes reprendan, a solas o en la presencia de otros a un pecador, o lo delate ante la comunidad o, ni menos, pronuncien sentencias decisivas y autoritativas que servirán de normas. Si así lo atreven hacer los pequeños, ¿quién realmente les creerá? Se les burlará a ellos probablemente. A los pequeños se les trata por lo general con indiferencia y hasta con desprecio rotundo, lo que da razón a la advertencia sobre la gravedad del delito de hacerle tropezar a un pequeño y de la declaración de la preciosidad de la acción de recibir a un pequeño, de buscarle si se descarría, o perdonarle una y otra vez cuando se arrepienta.

Por otra parte, los grandes que somos o nos consideramos que somos, ¿no es nuestra tendencia—como lo indicó el Padre Robert P. Maloney, C.M., en un artículo publicado en la entrega del 28 de abril de 2003 de la revista America—la de ser mansos y acomodadizos para con los que tienen poder y ejercen la autoridad, y firmes y siquiera duros y bruscos hacia los débiles y los sin poder? ¿Tomamos en serio el mandamiento en que se resumen los demás mandamientos—el mismo que está por encima de todas la reglas, según san Vicente de Paúl (IX, 1125)—y mostramos no sólo el amor tierno sino también el amor duro, el cual nos obliga incluso a corregir a los hermanos que pecan y a hablar a los malvados para ponerles en guardia por muy grandes que sean o se tomen? ¿Decimos la verdad a los poderosos aunque no la quieran saber ni oír? ¿A quiénes imitamos? ¿A los profetas Jeremías y Amós o a los oficiales del rey Sedequías y al sacerdote Amasías? ¿A san Juan Bautista o al rey que lo encarceló y mandó la decapitación del santo? ¿Al beato Franz Jägerstätter, un campesino austríaco, que resistió a Hitler o los mejor educados y eruditos miembros de la Iglesia quienes o colaboraron con los Nazis o simplemente se quedaron callados? ¿Al beato Ghebramiguel o al obispo monofisita que trató de envenenarle y lo persiguió?

Proponemos, desde luego, seguir a Jesús, pero fácilmente nos extraviamos y nos ajustamos al mundo y al modo de vivir de los sacerdotes principales, los ancianos grandes del pueblo y los escribas y fariseos que les cierran a los demás el reino de los cielos, y ni entran ni dejan a los que intentan hacerlo (Mt. 23, 13). Si descarriados todavía no consideramos a los demás como mejores que nosotros y nos ocupamos sólo de nuestros propios intereses (Fil. 2, 3-4), menospreciando a la iglesia de Dios y avergonzando a los que no tienen nada (1 Cor. 11, 22), aún tenemos, a mi parecer, mucho que aprender de la Cena del Señor y del poder que él nos da de atar y desatar.