Twenty-Fourth Sunday in Ordinary Time, Year C-2013
- I could wish that I myself were accursed and separated from Christ for the sake of my brothers (Rom 9, 3)
The Pharisees avoid sinful company so as not to put their salvation at risk. These “separated ones” keep themselves apart even from other members of the laity, so distinguished they think they are because of their knowledge of the Mosaic law, their strict interpretation of it and their exact religious observance. They are faithful not just to the Torah. They keep besides, in contrast to the priests, the “tradition of the elders.”
Observing such tradition that serves as a fence around the Torah, the Pharisees take precautions against the least violations. They thus are guaranteed salvation. They believe they stand head and shoulders above everybody in righteousness. They are exclusivists who scorn particularly “the people of the land,” who do not know and do not care. They feel threatened by people like Jesus who may contribute to their losing their professorial chair.
Jesus does denounce them. He calls them hypocrites, brood of vipers; he unmasks their falsehood. He questions their religious leadership and proposes a righteousness that surpasses theirs. He reminds them of the weightier matters of the law: justice, mercy and faith. And since they and the high priests turn strange bedfellows in their opposition to Jesus and in their lack of faith and repentance, they likewise deserve to be warned: “Amen, I say to you, tax collectors and prostitutes are entering the kingdom of God before you.”
No, those who are under the illusion that they are self-sufficient cannot feel the need for a Messiah who will call them to repentance and save them. They call upon God more to congratulate themselves that they not sinners like the rest nor are they like the despicable tax collectors. They reduce God to a lifeless idol, silent in the face of their self-righteousness and their mistaken belief that justification starts and ends with them.
And as they never feel themselves lacking in anything, the Pharisees do not know the joy of receiving something that is needed or of finding something lost. Since they have never left their father's house and never disobeyed him, they know nothing of the joy of the forgiven brother or of the forgiving father. They cannot have the blessedness of the poor, to whom the kingdom of heaven belongs. Thinking themselves established in holiness, they neither hunger nor thirst for righteousness. It is so much enough for them to be assured of salvation that they do not care if others are lost.
But the salvation of others matters to Jesus. Just as Moses, his type, focused on interceding for a stiff-necked people, instead of getting distracted by the promise, “I will make you a great nation,” so also Jesus fix his attention on ransoming everybody, emptying himself and sacrificing his own life. He gives his body up and sheds his blood for all, so that sins may be forgiven.
Indeed, Jesus strives to save others, while the Pharisees are determined to save themselves. He expects us to do the same, to burn our pharisaic idols and repent of our pharisaism, to confess that we are foremost sinners and to accept that “Christ Jesus came into the world to save sinners.” He wants us to have the conviction St. Vincent de Paul learned from him: “It is not enough for me to love God, if my neighbor does not love him” (Coste XII, 262). Would it be enough for me that I am saved, if Assad is not?
VERSIÓN ESPAÑOLA
24º Domingo de Tiempo Ordinario C-2013
- Por el bien de mis hermanos … quisiera incluso ser un proscrito lejos de Cristo (Rom 9, 3)
Los fariseos evitan la compañía pecadora para no poner en riesgo su propia salvación. Estos «separados» se apartan incluso de otros laicos, tan distinguidos que se toman por su conocimiento de la ley mosaica, su interpretación estricta de ella y su observancia religiosa exacta. Son fieles no solo a la Tora. Guardan además, a diferencia de los sacerdotes, la «tradición de los mayores».
Observando tal tradición que sirve de cerca alrededor de la Tora, los fariseos toman precauciones contra las mínimas violaciones. Así se garantizan la salvación. Creen que su justicia le da mil vueltas a la de los demás. Son exclusivistas que desprecian en particular a la «gente de la tierra» que no sabe y a la cual no le importa saber. Se sienten amenazados por personas como Jesús que contribuyan a que ellos pierdan su cátedra.
Jesús, sí, los denuncia. Los llama hipócritas, raza de víboras; desenmascara sus falsedades. Pone en duda su liderato religioso y propone la justicia que supera la de ellos. Les recuerda lo más grave de la ley: la justicia, la misericordia y la fe. Y como se hacen compañeros extraños de los sumos sacerdotes por oponerse a Jesús y por no creerle ni arrepentirse, los fariseos por igual se merecen la advertencia: «Os aseguro que los publicanos y las prostitutas os llevan la delantera en el camino del reino de Dios».
No, los que se hacen ilusiones de que son autosuficientes no son capaces de sentirse con necesidad de un Mesías que les llame a la conversión y les salve. Invocan a Dios más bien para congratularse que no se cuentan entre los pecadores ni son como los viles publicanos. Reduce a Dios a un ídolo inerte, callado ante sus pretensiones de superioridad y su creencia equivocada de que la justificación empieza y termina con ellos.
Y como nunca se sienten careciendo de nada, los fariseos no conocen la alegría de recibir algo necesario o de encontrar lo perdido. Sin haber dejado nunca la casa de su padre ni haberle desobedecido, no saben del gozo ni del hermano perdonado ni del padre perdonador. No pueden tener la dicha de los pobres, de quienes es el reino de los cielos. Considerándose establecidos ya en la santidad, no tienen hambre ni sed de ser justos. Tanto les basta con tener asegurada la salvación que no les importa que los demás se pierdan.
Pero a Jesús le importa la salvación de los demás. Así como Moisés, tipo de él, que en lugar de dejarse distraer por la promesa: «De ti haré un gran pueblo», dirigió más bien la atención hacia el asunto de interceder por un pueblo testarudo, así también Jesús se fija en rescatar a todos, despojándose de su alto rango y sacrificando su propia vida. Entrega su cuerpo y derrama su sangre por todos, para el perdón de los pecados.
De verdad, Jesús se esfuerza por salvar a los demás, mientras los fariseos se empeñan en salvarse. Y espera que lo mismo hagamos, quemando nuestros ídolos farisaicos y arrepientiéndonos de todo farisaísmo, confesándonos peores pecadores y aceptando sin reserva «que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores». Quiere que tengamos la convicción que san Vicente de Paúl aprendió de él: «No me basta con amar a Dios, si no lo ama mi prójimo » (XI, 553). ¿Me bastaría con salvarme, si Assad no se salva?