Twelfth Sunday in Ordinary Time, Year C-2013
- When you lift up the Son of Man, then you will realize that I am (Jn 8, 28)
After raising to life a widow’s son, Jesus was acclaimed a great prophet. He was likewise recognized so in the multiplication of the loaves and fish, according the St. John the Evangelist. This time, he so impressed the people that they wanted to make him king. But he wanted none of it.
Jesus refuses to pass for one of so many sovereigns with absolute power that not infrequently gives rise to absolute corruption. He surely reveals himself as God’s Messiah, and not just another prophet; but he does not want to be mistaken for the messiah of popular expectation. It seems to him better that for now nothing is said to anyone about his messianic character, lest saying something leads to such a mistake.
Yes, Jesus insists, “The Son of Man must suffer greatly …, and be killed and on the third day be raised.” He is not God’s anointed in the style of his ancestor king David, a vanquishing warrior. And since the disciples are to follow the example set by their Master and Teacher, they will have to follow him, denying themselves and taking up their cross daily.
If, then, it is not the suffering and crucified Jesus whom we confess as the Messiah, then we really do not know him. Unless we are resolved to know nothing except Jesus Christ, and him crucified, we cannot be truly either Christians or Vincentians.
Genuine Christians grasp in the crucifixion the full revelation of the one whose name is “I am who am.” They are convinced that Jesus’ death for sinners is the greatest proof of divine love and that there is no greater love than to lay down one’s life for one’s friend.
And true Vincentians are those who are imbued with the spirit of grace and petition; they will look on the Pierced One and will mourn for him. They devote themselves to meditation by simply having always the thought of Jesus’ passion and death, which is more pleasing to God than repeated fasting, says St. Vincent de Paul (Coste X, 569). It does not worry Vincentians that they have nothing to say at the foot of the cross, for they know how to wait for Jesus to speak (Coste IX, 50). Keeping quite, for a change, they let Jesus have the word mostly; they are not like those who speak too much when praying.
Like what happens to the poor who identify with the Crucified, Vincentians, at the foot of the cross, sooner or later will get to experience wisdom in the foolishness of the cross, strength in its weakness, eloquence in its silence and hope in its despair. That is how effective will be their affective contemplation of the Crucified.
And even more efficacious their contemplation will prove to be to the extent that they are more deeply and tenderly moved to exert effort to remedy injustice that is the cause of the crucifixion and against which the cross is a sacrament of protest. Hence, they will fight for the oneness of all in Christ Jesus, opposing discriminatory distinctions between natives and foreigners, undocumented and documented, poor and rich, female and male. They will never be forgetful of the poor. They will share their bread with the hungry, as demanded by the Lord’s Supper. Praying in this manner, they be enlightened by Lord’s splendor and will truly know him.
VERSIÓN ESPAÑOLA
12º Domingo de Tiempo Ordinario C-2013
- Cuando hayáis levantado en alto al Hijo del hombre, entonces sabréis que yo soy (Jn 8, 28)
Después de resucitar al hijo de una viuda, Jesús fue aclamado gran profeta. Asimismo se le reconoció, según san Juan Evangelista, en la multiplicación de los panes y peces. Esta vez, tanto impresionó Jesús a la gente que lo quisieron proclamar rey. Pero nada de eso quería.
Rehúsa Jesús pasar por uno de tantos soberanos con poder absoluto que no rara vez da paso a la corrupción absoluta. Se revela Mesías de Dios ciertamente, no solo otro profeta más; pero no quiere que lo confundamos con el mesías de la expectativa popular. Le parece mejor que por ahora no se le diga nada a nadie de su carácter mesiánico, por si decir algo lleve a tal confusión.
Sí, insiste Jesús: «El Hijo del hombre tiene que padecer mucho …, ser ejecutado y resucitar al tercer día». Él no es el ungido de Dios al estilo de su antepasado el rey David, un guerrero vencedor. Y como los discípulos han de seguir el ejemplo de su Maestro y Señor, entonces ellos tendrán que ir con él, negándose a sí mismos y cargando su cruz cada día.
Si, pues, no es Jesús sufrido y crucificado a quien confesamos el Mesías, entonces no lo conocemos realmente. A no ser que no nos preciemos de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y éste crucificado, tampoco podremos ser de verdad ni cristianos ni vicentinos.
Los cristianos auténticos captan en la crucifixión la plena revelación del que se llama «soy el que soy». Están convencidos de que la muerte de Cristo por los pecadores es la más sublime manifestación del amor divino y que no hay un amor más grande que el dar la vida por los amigos.
Y los realmente vicentinos son los que están imbuidos del espíritu de gracia y de clemencia; miran al Traspasado y hacen llanto por él. Se dedican a la meditación simplemente por tener siempre el pensamiento de la pasión y muerte de Cristo, lo que es más agradable a Dios que repetidos ayunos, según san Vicente de Paúl (IX, 1103). No les preocupa a los vicentinos que no tengan nada que decir estando ellos al pie de la cruz, porque sabrán esperar a que Jesús les hable (IX, 64-65). Manteniéndose callados, para variar, dejan que Jesús tenga principalmente la palabra; no hacen como aquellos que hablan mucho cuando oran.
Como les pasa a los pobres identificados con el Crucificado, los vicentinos, al pie de la cruz, tarde o temprano conseguirán experimentar la sabiduría en la necedad de la cruz, la fuerza en su debilidad, la elocuencia en su silencio y la esperanza en su desesperación. Así de efectiva les será su contemplación afectiva del Crucificado.
Y aún más eficaz se probará su contemplación en cuanto los contempladores, más conmovidos hasta las entrañas, se esfuercen por remediar la injusticia, la causa de la crucifixión y contra la cual la cruz es sacramento de protesta. Así que lucharán por la unidad de todos en Cristo Jesús, oponiéndose a las distinciones discriminatorias entre extranjeros y nativos, indocumentados y documentados, pobres y ricos, mujeres y hombres. Nunca se olvidarán de los pobres. Compartirán su pan con los hambrientos, como lo exige la Cena del Señor. Orando de este modo, quedarán iluminados por el esplendor del Señor y lo conocerán de verdad.