Thirty-Second Sunday in Ordinary Time, Year B-2012
- Let yourselves be drawn by the lowly (Rom. 12:16)
Calling our attention are those who go around in long robes, receiving greetings in marketplaces and lavish welcome in religious services and banquets. They are admired by the people who are unaware of their crafty abuse of widows and of their hypocrisy. It is their company that is sought by one with delusions of grandeur by association, bending over backward to give them the best places and relegating the poor in shabby clothes to standing just anywhere or to sitting on the floor (Jas. 2:2-3).
Attracting Jesus’ attention more is the poor widow. Without knowing it, she points to the reality inaugurated by him of things being upside-down. She exemplifies what the Teacher lives and preaches: emptiness is fullness; humiliation is exaltation; the hungry are filled; authority means service. Through this favorably singled-out poor woman, the one who is the presence of God’s kingdom shows that within reach is the kingdom that turns everything upside-down.
The turning upside-down of our situation has begun, such that it is explained how is it that David’s son is also his Lord (Mk. 13:35-37). Above all, it can be seen now that those who count are neither the rich people who make huge donations nor those wearing fine clothing who live in royal palaces nor the nameless rich man who dresses in purple garments and fine linen and dines sumptuously each day, but rather those like this poor widow who gives all, though little, or like St. John the Baptist in the desert or like Lazarus, whose help is God (Mt. 11:7-10; Lk. 16:19-31). In the kingdom of God, as St. Louise de Marillac and St. Vincent de Paul both recognized [1], the royalty are the widows, the orphans and the aliens, not by blood but by their generous and noble spirit. Like Jesus, poor people contribute even what they need in order to live. It makes sense, therefore, to affirm with St. Vincent that “we live on the patrimony of Jesus Christ, on the sweat of the poor,” Jesus Christ and the poor being juxtaposed [2].
Such generosity is what the poor widow especially represents. Hence, she challenges us who seek to follow Jesus. The true disciple does not cling to his possessions, in imitation of the one who, although in the form of God, emptied himself. The Christian worthy of the name does not play either Ananias who, with Sapphira, retained part of the proceeds, or the champion of evil who trusts in great wealth and relies on devious plots (Acts 5:1-10; Ps. 52). Jesus’ follower first sells what he has and gives to the poor; he lets go of everything, including his likes and dislikes, his ambition and interest, and instead of relying on customs and traditions, on dogmas and rites, and finding in them his security and his certainty, he puts his trust, like Jesus, in the Father who did not spare his own Son but handed him over for us all (Rom. 8:32). The believer casts al his cares upon the faithful God who helps his servants and remembers his mercy and his promises (1 Pt. 5:7; Lk. 1:54-55). The faithful does not doubt Jesus’ assurance that anyone who gives up everything for Christ’s sake and for the sake of the Gospel will receive a hundred times more in this present age and eternal life in the age to come (Mk. 10:30).
They will be fully realized, yes, when Christ appears a second time to bring salvation to those who eagerly await him, the repentance and transformation that we have a foretaste of in the Eucharist, the upside-down sign that to give is to receive.
NOTES:
- [1] Cf. Robert P. Maloney, C.M., “An Upside-Down Sign: The Church of Paradox,” America (November 22, 1997) 6-11.
- [2] P. Coste XI, 201.
VERSIÓN ESPAÑOLA
32° Domingo de Tiempo Ordinario, Año B-2012
- Dejaos atraer por los humildes (Rom 12, 16)
Llaman la atención los que andan con amplio ropaje, recibiendo reverencias en las plazas y agasajos en los cultos y los banquetes. Son admirados por la gente que desconoce su abuso astuto de las viudas y su hipocresía. Es su compañía que busca la persona con delirios de grandeza por asociación, esforzándose al máximo para darles los óptimos asientos y relegando a los pobres andrajosos a quedarse de pie en cualquier rincón o a sentarse en el suelo.
Quien, en cambio, más atrae la atención de Jesús es la viuda pobre. Sin saberlo, ella apunta a la realidad de cosas puestas boca abajo inaugurada por él. Ella ejemplifica lo vivido y lo predicado por el Maestro: la anonadación es la plenitud; la humillación significa la exaltación; los hambrientos se hartan; mandar quiere decir servir. Por medio de esta pobre distinguida, da a entender el que hace presente el reino de Dios que está a nuestro alcance el reino trastornador.
Ya ha comenzado el trastorno de nuestra situación, de modo que se explica cómo pueder ser que el hijo de David es también su Señor. Sobre todo, ya se ve que los que valen no son los ricos que donan grandes cantidades ni los vestidos con lujo que habitan en los palacios ni el hombre rico sin nombre que se viste de púrpura y lino y banquetea espléndidamente cada día, sino los como esta viuda que da todo, aunque poco, o como san Juan Bautista en el desierto o como Lázaro, cuyo auxilio es Dios. En el reino de Dios, como lo reconocieron santa Luisa de Marillac y san Vicente de Paúl, las hidalgas y los hidalgos son las viudas, los huérfanos y los forasteros, no por su sangre, sino por su ánimo generoso y noble. Como Jesús, los pobres contribuyen hasta lo que necesitan para vivir. Con razón declaramos, pues, con san Vicente que «vivimos del patrimonio de Jesucristo, del sudor de los pobres», yuxtapuestos Jesucristo y los pobres (XI, 121).
Tal generosidad es lo que la viuda pobre representa especialmente. Por eso, ella desafía a los que pretendemos seguir a Jesús. El verdadero discípulo no se aferra a sus posesiones, a imitación del que, aunque Dios por naturaleza, se despojó a sí mismo. El cristiano digno del nombre no hace ni de Ananías y Safira, quedándose con parte del dinero, ni del prepotente que confía en su riqueza y se afirma en sus maquinaciones (Sal 51). El seguidor de Jesús vende primero todo lo que tiene y da el dinero a los pobres; se desprende de todo, incluso de sus gustos y aversiones, sus ambiciones e intereses, y en lugar de fiarse de las costumbres y tradiciones, de los dogmas y ritos, y encontrar en ellos su seguridad y su certeza, se encomienda, como Jesús, al Padre quien no perdonó a su Hijo, sino que lo entregó a la muerte por nosotros. El creyente deposita toda ansiedad en el Dios fiel que auxilia a sus siervos y se acuerda de su misericordia y sus promesas. El que es fiel no duda de la aseguranza de Jesús de que quien deje todo por Cristo, y por el Evangelio, recibirá cien veces más en este tiempo y la vida eterna en la edad futura.
Se realizarán plenamente, sí—cuando aparezca Cristo por la segunda vez para salvar definitivamente a los que lo esperan—la conversión y la transformación que anticipamos en la eucaristía, un signo boca abajo de que dar es recibir.