Thirty-First Sunday in Ordinary Time, Year A-2011
- Deeply distressed at this, they began to say to him one after another, “Surely, it is not I, Lord?” (Mt. 26:22—NABRE)
In chapter 23 of Matthew’s Gospel, Jesus criticizes and denounces the scribes and Pharisees. It is not these members of the religious elite, however, that are said to make up Jesus’ audience. Jesus, it is explicitly mentioned, speaks “to the crowds and his disciples.” The Sermon on the Mount was addressed to them too, perhaps “the people of the land” (am ha-aretz), disdained by the elite. The evangelist, commentators point out, noticed in his church the same faults he found in those who were opposing the church [1]. Accordingly, he warned his fellow Christians to look to their own conduct and attitudes.
Christians, or those who want to be Christians, are the ones primarily expected to take seriously both the proclamation of the beatitudes as well as the denunciation and invectives directed toward the scribes and the Pharisees. We Christians can be guilty of the same transgressions and omissions that we hurl against our opponents, real or imagined.
There can be, for example, an enormous and scandalous gap between our preaching and our practice. Admittedly, Mahatma Gandhi might not have understood some Christian teachings, yet I do not find baseless his charge that many a Christian action is a denial of the Sermon on the Mount. We are betrayed not by our teachings but rather by our lives.
Practiced in the Church is surely firmness, both doctrinal and disciplinary. But is this exercised with impartiality? Or is it not that the great ones are treated with leniency while the little ones, with severity? Some years ago I used to admire the faith and devotion of Hispanic parishioners in a California city, who put up with being scolded Sunday after Sunday by a young parochial vicar, also Hispanic, because, among other things, they let their babies cry in church, they did not kneel properly or take the appropriate postures at Mass, and they showed very little understanding of both church doctrine and liturgy. I wondered, however, if these humble people were being given the necessary religious instructions with the gentleness of a nursing mother as they were being reprimanded harshly and with tenacity. Who knows really how many of those trying to enter were not allowed entrance because of the experts’ insistence that everything should be done exactly according to norms?
And there is no dearth in the Church, I don’t think, of experts and non-experts who cast an eye—albeit they make sure it is done furtively—at marks and titles of honor. Some perhaps imagine themselves dressed in fine clothing, like those who live in palaces, complete with a cappa magna [2]. These see themselves as high dignitaries, admired by the people, in a religious show.
But religion that is pure and undefiled does not have to do with performing everything in order to be seen. True religion is a matter of loving God and our neighbor, of giving glory to the name of the former and seeking the good of the latter. This true religion is found, according to St. Vincent de Paul, among the poor people [3]. Long-suffering and mortified, the poor people live poverty without taking it as a vow. They are submissive to whatever God disposes and also to the machinations of those who, seeking to be the greatest and far superior to others, lord it over the poor with the sword and with the cross, at times, but used as an ideology of oppression [4]. Poor people serve and feed others.
And they are not few among poor people who, in imitation of Jesus and the apostle Paul and celebrating indeed the Sacred Liturgy, share with us not only the gospel of God, but their very selves as well.
NOTES:
[1] Cf. the footnote on Mt. 23:1-39 in the New American Bible, Revised Edition. See also The New Jerome Biblical Commentary (Englewood Cliffs, NJ: Prentice-Hall, Inc., 1990) 42:135 and http://www.biblegateway.com/resources/commentaries/IVP-NT/Matt/Judgment-Religious-Elite (accessed October 26, 2011).
[2] Cf. http://www.google.com/search?q=cappa+magna&hl=en&biw=1138&bih=555&prmd=imvnsl&tbm=isch&tbo=u&source=univ&sa=X&ei=XWGoTu69HIeMiALAw4WYAQ&sqi=2&ved=0CB4QsAQ (accessed October 26, 2011).
[3] P. Coste XI, 201.
[4] Robert P. Maloney, C.M., He Hears the Cry of the Poor (Hyde Park, NY: New City Press, 1995) 43-44.
VERSIÓN ESPAÑOLA
31° Domingo del Tiempo Ordinario, Año A-2011
- Ellos, consternados, se pusieron a preguntarle uno tras otro: «¿Soy yo acaso, Señor?» (Mt. 26, 22)
En el capítulo 23 del Evangelio según san Mateo, Jesús critica y vitupera a los escribas y los fariseos. Pero no se dice que son estos miembros de la élite religiosa quienes forman parte del auditorio. Se menciona explícitamente que Jesús habla «a la gente y a los discípulos», los mencionados oyentes también del Sermón de la Montaña, tal vez «la gente de la tierra» (am ha-aretz) desdeñada por la élite. El evangelista, según los comentaristas, notó en su iglesia las mismas faltas que encontraba en los que se oponían a ella. Por consiguiente, les adviertió a los miembros de dicha iglesia que examinasen su propia conducta y atendieran a sus propias actitudes.
A los cristianos, o los que queremos ser cristianos, a nosotros principalmente nos toca tomar en serio no sólo la proclamación de las bienaventuranzas sino también la denuncia y las invectivas pronunciadas por Jesús en contra de los escribas y los fariseos. Los cristianos podemos ser culpables de las mismas transgresiones y omisiones que fácil y generalmente les atribuimos a nuestros peores oponentes, reales o imaginarios.
Entre nuestro decir y hacer, por ejemplo, puede haber un desacuerdo enorme y escandaloso. Por muy mal que a lo mejor hubiera entendido Mahatma Gandhi ciertas doctrinas cristianas, no creo que sea del todo sin fundamento su observación de que mucho de lo que hacen los cristianos es una negación del Sermón de la Montaña. Lo que nos delata no es nuestra enseñanza sino nuestra vida.
En la Iglesia se practica, desde luego, la firmeza tanto doctrinal como disciplinaria. Pero, ¿se ejerce ésta imparcialmente? ¿No sería que a los grandes se les trata con indulgencia y a los pequeños, con severidad? Admirables encontraba yo hace unos años en una parroquia en California la fe y la devoción de los feligreses latinoamericanos quienes domingo tras domingo aguantaban los reganõs que le dirigía un vicario jóven, también hispano, porque, entre otras cosas, ellos dejaban a sus bebés llorar en la iglesia, no se arrodillaban debidamente ni tomaban las posturas apropiadas durante la misa y se mostraban con muy poco entendimiento tanto de la doctrina como de la liturgia. Me preguntaba yo, sin embargo, si acaso a esta gente humilde se les daban las necesarias instrucciones religiosas con la dulzura y la delicadeza de una madre, en la misma medida en que a ellos se les criticaba con tenacidad y dureza. ¿Quién sabe realmente a cuántos que intentaban entrar no se les dejó hacerlo porque insistían los expertos en que todo se cumpliera exactamente según las normas?
Y no creo que faltan expertos y no expertos en la Iglesia que echan una mirada, si bien procuran que sea furtiva, a insignias y títulos de honor. Unos quizás se fantasean vestidos con lujo, como aquellos que habitan en los palacios, y hasta usando la capa magna. Se ven como altos dignitarios, admirados por la gente, en un espectáculo religioso.
Pero la religión pura e intachable no trata para nada de hacer todo para que nos vean la gente. La verdadera religión es cuestión de amar a Dios y al prójimo, de proponer dar gloria al nombre del primero y buscar el bien del último. Y esta religión se conserva, según san Vicente de Paúl, entre la pobre gente, la gente de la tierra (XI, 120). Sufrida y moritificada, esa gente viven la pobreza, sin tomarla como un voto. Y se someten tanto a la disposición de Dios como a las maquinaciones de los que, buscando ser primeros y superiores a los demás, subyugan a los pobres con la espada y con la cruz, a veces, usada como una ideología de opresión, según el Padre Robert P. Maloney, C.M. La pobre gente son servidores de los demás y les dan de comer o otros.
Y no son pocos entre esa pobre gente quienes, a imitación de Jesús y de san Pablo y celebrando de verdad la Liturgia Sagrada, no sólo nos entrega el Evangelio de Dios, sino hasta sus propias personas.