Thirtieth Sunday in Ordinary Time, Year A-2014
- Receiving the word in great affliction, with joy from the Holy Spirit (1 Thes 1, 6)
It is easy to recite the two inseparable commandments on which the whole law and the prophets depend. What we find difficult is to love concretely the invisible God by loving the neighbor we see.
And even harder to love are those we cannot avoid but do not want to see. They are everywhere nowadays, in the poorest countries and in the richest, men and women of sorrow and suffering, without stately bearing, without beauty.
They are unavoidable because, in the first place, we are them and they are us. They poignantly point to the precariousness and insecurity of human life, to our being fundamentally poor. What is happening to them can easily happen to us.
Could it be because of this that we spurn them and hold them in no esteem, and we do not look at them? We do not want to be reminded of our vulnerability and of our being only several paychecks away from being evicted. But as much as we try, we cannot deny our real condition.
In the second place, the Son of God willed to become poor. To be with “God-with-us” is to be with the poor. It is impossible to flee from the one who remains faithful even to the unfaithful, for he cannot deny himself. He hounds the unfaithful unceasingly and tirelessly.
And in fact, we do need him. What would we do without him? Who would bear our infirmities and sufferings? Who would carry our offenses and our chastisement? Who would warn us of the sad and painful end of those who are greedy and do not care about the helpless? Who would show us full compliance to the law and the prophets?
Indeed, the presence of the poor is indispensable. He is knocking on the door of our heart and shouting, so that welcoming him affectionately, we may be saved from self-centeredness that, deaf and blind to others, devotes itself to gaining the whole world, but only to ruin everything and everybody. The poor enriches us by his poverty.
His poverty testifies to an unusual life that conforms to the paradoxical teaching: “Whoever wishes to save his life will lose it, but whoever loses his life for my sake will find it.” Jesus invites us to this life, to participation in his body and blood, to the Church of the poor. What are we waiting for, then?
Are we revolted by his outward appearance and his smell? If we turn the medal, as St. Vincent urges us to do (Coste XI:32), we will long for him and we will breathe in the fragrance he breathes out.
- Lord Jesus, teach us to love you as St. Vincent de Paul loved you.
VERSIÓN ESPAÑOLA
30º Domingo de Tiempo Ordinario A-2014
- Acogiendo la palabra entre tanta lucha con la alegría del Espíritu Santo (1 Tes 1, 6)
Es fácil recitar los dos mandamientos inseparables que sostienen la Ley entera y los profetas. Lo que nos resulta difícil es amar concretamente a Dios invisible, amando al prójimo que vemos.
Y aún más difíciles de amar son los imposibles de evitar, pero a quienes no queremos ver. Hoy día están por todas partes, en los países más pobres y en los más ricos, hombres de dolores y sufrimientos, sin presentación ni belleza.
Son inevitables porque, en primer lugar, somos ellos y ellos son nosotros. Dolorosamente señalan la precariedad y la inseguridad de la vida humana, lo fundamentalmente pobres que somos nosotros. Lo que les está pasando a ellos fácilmente nos puede pasar a nosotros.
¿No será por esto que los despreciamos y desestimamos y no los miramos? No nos gusta que se nos recuerde que somos vulnerables o que estamos solo unos sueldos lejos de encontrarnos deshauciados. Pero por mucho que lo intentemos, no podemos negar nuestra verdadera condición.
En segundo lugar, el Hijo de Dios quiso hacerse pobre. Estar con «Dios-con-nosotros» significa estar con el pobre. Imposible huir del que se mantiene fiel aun a los infieles, pues no puede negarse a sí mismo. Incesante e incansable les busca a los infieles.
Y de hecho, lo necesitamos. Realmente, ¿qué haríamos sin él? ¿Quién soportaría nuestros dolores y sufrimientos? ¿Quién se cargaría con nuestros crímenes y castigos? ¿Quién nos advertiría del desenlace triste y penoso de los codiciosos y los indiferentes a los desvalidos? ¿Quién nos enseñaría el pleno cumplimiento de la Ley y los profetas?
Nos es imprescindible, sí, la presencia del pobre. Él está llamando a la puerta de nuestro corazón y clamando, para que, acogiéndole con cariño, nos salvemos del egocentrismo que, sordo y ciego a otros, se entrega a ganar el mundo entero, solo para arruinarlo todo y a todo el mundo. El pobre nos enriquece con su pobreza.
Su pobreza da testimonio de una vida inusitada que concuerda con la enseñanza paradójica: «Si uno quiere salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí la encontrará». Nos convida Jesús a esta vida, a la comunión con su cuerpo y su sangre, a la Iglesia de los pobres. ¿Qué estamos esperando, entonces?
¿Nos repugnan su aspecto exterior y su olor? Si le damos la vuelta a la medalla, como nos exhorta san Vicente de Paúl (XI:725), lo anhelaremos e inhalaremos la fragancia que exhala.
- Señor Jesús, enséñanos a amarte como te amó san Vicente de Paúl.