Thirteenth Sunday in Ordinary Time, Year C-2013
- Seek first the kingdom of God and his righteousness (Mt 6, 33)
The die is cast, or better, the time designated by Providence is being fulfilled: Jesus resolutely determines to journey to Jerusalem to face his destiny. Setting out, he takes an irrevocable step.
Without taking a similar step, we cannot really be followers of Jesus. To follow him means to burn our bridges, to cross the point of no return. Like his Teacher, a disciple does not turn back from what he has set out to do. Not even in his heart can he drop what he has started: “No one who sets a hand to the plow and looks back to what was left behind is fit for the kingdom of God.”
The kingdom that Jesus ushers in and makes present is so eminent that it demands total dedication. Everything must be sacrificed for the sake of this treasure or pearl of the highest value. Jesus thus forbids every concern and every attachment that may distract us, even in the slightest, from our pursuit of the kingdom. He rebukes his own lest they allow themselves to be delayed—the kingdom is also imminent—by racist and vengeful animosity that also goes against his teaching about love of enemies and doing good to them.
No, there is no time to waste. Such imminence likewise asks that we adjust to the providential schedule of the kingdom. The invitation has to be accepted right away and without any reservation. To set any condition is to waste time and would amount to turning the invitation down, as though one were not aware of something done to him that served as calling.
And let those who want to accompany Jesus know that he promises neither comfort nor security. To walk with Jesus has nothing to do with settling down in a comfortable house of “honorable retirement” by the side of loved ones—something that occupied the young priest, Vincent de Paul (Coste I, 18). Rather, to be on a journey with Jesus means being a zealous and tireless missionary who goes from place to place, preaching the kingdom and healing. St. Vincent would later both grasp and live this, of course, already freed from—among other distracting and blinding concerns, attachments and sentiments—the “bothersome passion” to improve the lot of his relatives (XI, 136, 445; XII, 218-219; Abelly III, 177-178).
Needless to say, we are not few, those of us Christians who keep looking back. We even leave Jesus because we find his teachings unacceptable and have a difficult time freeing ourselves from ambitions and self-interests that prevent us from possessing Christian freedom and constructive and liberating love.
Surely, we have not explicitly denied Jesus, but do we not do as those disciples who went back to their nets and boats? Does not our former way of life still fascinate us? Do we not turn away from our Christian destiny just like the disappointed disciples on their way to Emmaus?
So then, may Jesus make our hearts burn. But first, we have to welcome the stranger to our journey and to our table. The one we welcome will open our eyes as we share our bread: we will recognize him; we will understand that there is no resurrection without death and that blessed indeed are those he identifies with, namely, the poor, the hungry, the thirsty, the meek, the peacemakers, the merciful, the persecuted, all of them on the way to destiny.
VERSIÓN ESPAÑOLA
13º Domingo de Tiempo Ordinario C-2013
- Sobre todo buscad el reino de Dios y su justicia (Mt 6, 33)
La suerte está echada, o mejor dicho, se está cumpliendo el tiempo designado por la Providencia: Jesús toma la firme decisión de ir a Jerusalén para hacer frente a su destino. Emprendiendo el camino, da un paso irrevocable.
Sin dar semejante paso, no podemos ser realmente seguidores de Jesús. Seguirle significa quemar nuestras naves, cruzar el punto de no retorno. Como su Maestro, un discípulo no retrocede de lo emprendido. Ni en su interior puede dejar lo que ha empezado: «El que echa mano al arado y sigue mirando atrás no vale para el reino de Dios».
El reino que Jesús inaugura y hace presente es tan eminente que exige dedicación completa. Todo se ha de sacrificar por ese tesoro o esa perla de sumo valor. Prohíbe, pues, Jesús toda preocupación y todo apego que nos distraigan, siquiera en lo más mínimo, de la búsqueda del reino. Regaña a los suyos para que no se dejen detener—es inminente también el reino—por ninguna animosidad racista y vengativa, la que va en contra también de su enseñanza de amar a los enemigos y de hacerles el bien.
No, no hay tiempo que perder. Tal inminencia pide asimismo que nos acomodemos al horario providencial del reino. Se ha de aceptar la invitación sin más y sin reserva. Poner condición cualquiera es perder el tiempo y sería lo mismo que rehusar la invitación, como que uno no se diera cuenta de lo que a él se hizo que servía de llamamiento.
Y que sepan también quienes desean acompañar a Jesús que él no promete ni comodidad ni seguridad. Andar con Jesús nada tiene que ver con asentarse en una casa cómoda de «retiro honesto» al lado de seres queridos—lo que ocupaba al joven presbítero Vicente de Paúl (I, 88-89). Más bien, caminar con Jesús quiere decir ser misionero celoso e incansable que va de un lugar a otro, predicando el reino y sanando. Esto, claro, lo captaría y viviría luego san Vicente, liberado ya de—entre otras preocupaciones, apegos y sentimientos que distraen y ofuscan—de la «pasión importuna» de mejorar la suerte de sus parientes (XI, 57, 317, 517-518; Abelly III, cap. 12).
Demás está decir que no somos pocos los cristianos que seguimos mirando atrás. Hasta dejamos a Jesús porque encontramos inaceptables sus enseñanzas y muy duro el librarnos de ambiciones y de intereses propios, obstáculos todos para la consecución de la libertad cristiana, del amor liberador y constructor.
Ciertamente, no hemos negado explícitamente a Jesús, pero, ¿no hacemos como aquellos discípulos que volvieron a sus redes y barcas? ¿No nos fascina aún la vida de antes? ¿No nos alejamos del destino cristiano al igual que los discípulos desilusionados de camino a Emaús?
Así pues, que Jesús haga arder nuestros corazones. Pero primero, tenemos que acogerle al desconocido en el camino y en nuestra mesa. El acogido nos abrirá los ojos a los que compartimos nuestro pan: le reconoceremos; comprenderemos que no hay resurrección sin la muerte y que son realmente dichosas las personas con quienes se identifica él, a saber, los pobres, los hambrientos, los sedientos, los mansos, los trabajadores por la paz, los compasivos, los perseguidos, todos ellos de camino al destino.