Palm Sunday, Year C-2013
- He must go to Jerusalem and suffer greatly (Mt 16:21)
There is excitement in the air. Within sight is the destination that gladdens pilgrims who pine for the house of God (Ps. 122). The “strongly compact” city evokes, moreover, justice, peace and security.
But the disciples brim with joy above all because Jesus will soon reclaim Jerusalem and will cleanse the temple. To them, he is the Messiah, the liberator of the oppressed. And the more they find everything as he has told them, the more they are thrilled. Zechariah’s prophecy, I suppose, is not lost to them (9:9: 14:4-5).
And those who make up Jesus’ entourage surely believe even more upon noticing the generosity of the colt’s owners. They cannot be any less willing than these unknown folks to give Jesus due recognition. And if they do not have the means to set apart for him something like the colt “on which no one has ever sat,” still they can offer him their cloaks that, although used, they need in order to live (Lk. 21:1-3; Dt. 24:13, 17).
This gesture is contagious: the people spread their cloaks on the road. The people in turn move the disciples to display greater enthusiasm, which keeps growing the closer they get to their destination. Thankful for the mighty deeds in behalf of those in need (cf. Ps. 118), and so carried away by their emotions that it does not even occur to them that the Roman authority may crush them as revolutionaries, they loudly proclaim Jesus Messiah and King.
The people and the disciples rouse one another, then, to proclaim their faith. This mutual support is indispensable to perseverance in following the one who puts himself at the ahead of the march toward Jerusalem. This supportive love is necessary for the strengthening of the faith, the building up and the growth of the believing community, the development of credible Christian apologetics and the setting up of an unbreakable defense against anti-Christian currents.
We grow in faith, yes, when we see everything as Jesus has predicted. But this does not belie our slowness of heart to grasp that the cross is the tree of life, notwithstanding the predictions of Isaiah and of Jesus himself. As it turns out, Jerusalem spells opposition and death, necessary before entry into glory can be attained.
The horror of the passion and the crucifixion gives us reason to leave Jesus and the victims of injustice who are without peace and security. If we do not flee altogether, we only follow at a distance, ready to deny them without thinking. Do we dare come to their defense? Do we not time and again get carried away by unfettered capitalism, excessive consumerism and ideologies that crucify those already left with nothing?
There are so many stumbling blocks that indeed divided we fall. We need the community so we may encourage one another to always remember that “we live in Jesus Christ by the death of Jesus Christ and that we ought to die in Jesus Christ by the life of Jesus Christ and that our life ought to be hidden in Jesus Christ and filled with Jesus Christ and that in order to die like Jesus Christ it is necessary to live like Jesus Christ” [1]. Solidarity is necessary so that we may “be loving not only in great and exceptional moments, but above all in the ordinary events of daily life” and that “we may abstain from what we do not really need and help our brothers and sisters in distress” [2].
And we cannot stay away from our assembly (Heb. 10:25), if we want to remain excited on account of Jesus, not so much that one whom we dress up with the silken garments of Roman emperors and aristocrats with escort, but as this one who is obedient even to death on a cross, without clothes, between two criminals, and who makes of the poor a Church.
NOTES:
- [1] P. Coste I, 295.
- [2] Cf. the intercessions, Morning Prayers for Wednesday of the Fourth Week of Lent, Liturgy of the Hours.
VERSIÓN ESPAÑOLA
Domingo de Ramos, C-2013
- Tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho (Mt 16, 21)
La excitación se palpa en el aire. Está a la vista el destino que alegra a peregrinos con ansia de la casa del Señor (Sal 121). La «ciudad compacta» evoca además justicia, paz y seguridad.
Pero sobre todo desbordan de gozo los discípulos porque pronto reclamará Jesús a Jerusalén y purificará el templo. Lo toman por Mesías, libertador de los oprimidos. Y cuanto más lo encuentran todo como lo ha dicho él, tanto más se llenan de ilusiones. No se les escapa, me imagino, la profecía de Zacarías (9, 9; 14, 4-5).
Aún más creen seguramente los del séquito de Jesús, notando la generosidad de los dueños del borrico. No pueden estar menos dispuestos que esos desconocidos a reconocer debidamente a Jesús. Y si les faltan recursos para dedicarle algo como el borrico «que nadie ha montado todavía», aún pueden ofrecerle sus mantos que, aunque usados, necesitan para vivir (cf. Lc 21, 1-3; Dt 24, 13. 17).
Este gesto es contagioso: la gente alfombra el camino con sus mantos. La gente a su vez motiva a los discípulos a demostrar más entusiasmo que va creciendo a medida que más se acercan al destino. Agradecidos por las proezas en pro de los necesitados (cf. Sal 117), y tan arrebatados de emoción que no se les ocurre que la autoridad romana les aplaste como revolucionarios, los discípulos a gritos proclaman Mesías y Rey a Jesús.
La gente y los discípulos, pues, se estimulan a proclamar su fe. Este apoyo mutuo es imprescindible para perseverar en el seguimiento del que anda a la cabeza de la marcha hacia Jerusalén. Se necesita este amor solidario para el fortalecimiento de la fe, la edificación y el crecimiento de la comunidad creyente, la apología cristiana creíble y la defensa irrompible contra corrientes anticristianas.
Crecemos, sí, en la fe cuando vemos todo como lo ha predicho Jesús. Pero esto no desmiente nuestra torpeza para comprender que la cruz es el árbol de la vida, no obstante las predicciones de Isaías y de Jesús mismo. Y resulta que Jerusalén significa oposición y muerte, necesarias para entrar en la gloria.
El horror de la pasión y la crucifixión nos da motivo para abandonar a Jesús y las víctimas de injusticia que están sin paz ni seguridad. Si no huimos del todo, solo seguimos desde lejos, siempre listos para negarlos sin pensar. ¿Nos atrevemos a defenderlos? ¿Acaso no nos dejamos llevar una que otra vez por el capitalismo desenfrenado, el consumismo inmoderado y las ideologías que crucifican a los que ya quedan sin nada?
Hay tantas piedras de tropiezo que realmente divididos caemos. Necesitamos de la comunidad para alentarnos unos a otros a acordarnos siempre «de que vivimos en Jesucristo por la muerte de Jesucristo, y que hemos de morir en Jesucristo por la vida de Jesucristo, y que nuestra vida tiene que estar oculta en Jesucristo y llena de Jesucristo, y que, para morir como Jesucristo, hay que vivir como Jesucristo» (I, 320). Es necesaria la solidaridad para que «practiquemos la caridad no solo en los acontecimientos importantes, sino también en lo pequeño» de la vida diaria y nos privemos «de lo superfluo para compartir lo nuestro con los hermanos necesitados» (Laudes, miércoles, semana 4ª de Cuaresma).
Y no podemos desertar de nuestra asamblea (Heb 10, 25), si queremos mantenernos entusiasmados por Jesús, no tanto aquel a quien hemos puesto los vestimentos de seda de los emperadores y aristócratas romanos con escolta, como este que se somete a la muerte de cruz, sin ropa, entre dos malhechores, y quien de los pobres hace Iglesia.