Nineteenth Sunday in Ordinary Time, Year A-2011
- Do nothing out of selfish ambition … not looking to your own interests but each of you to the interests of others (Phil. 2:3, 4—NIV)
Jesus would not have dismissed the crowds were he a political messiah that many thought he was, including those who warmly welcomed him shouting, “Hosanna to the Son of David; blessed is he who comes in the name of the Lord; hosanna in the highest!” These turned against him later, of course, disappointed perhaps, but surely under the spell of the chief priests and the elders, and demanded, “Let him be crucified!”
A political figure would see to it that the beneficiaries of his feat stick around so he could bask in his popularity and in the adulation of the crowd. Which politician would not love to see the multitude joyfully dance and chant an acclamation similar to, “Saul has slain his thousands, and David his ten thousands” (1 Sam. 18:6-8)?
Without political ambition or agenda, Jesus withdraws from those who seek to make him a king (Jn. 6:15). Separating himself from both his disciples and the multitude and not mistaking popularity for sanctity, he goes up on the mountain by himself to pray. It is evening and he is still there alone. But he does not fear the terror of the night (Ps. 91:5). He knows very well that to pray means to be before God.
The disciples, on the other hand, are frightened and cry out in fear of a ghost, as though it were not enough that they are in a boat that is being tossed by the waves. But upon hearing, “Take courage, it is I; do not be afraid,” the apostle Peter asks the Lord to prove himself by letting him go to him on the water too. With Jesus present, the disciple musters enough courage even though his faith still leaves much to be desired.
And everything does appear to go well with Peter. But fixing his eyes on the dangerous situation he is in and momentarily losing sight of Jesus, the disciple gets terrified and falls short of his goal. But once again the Savior comes to the rescue and encourages, and he thus shows himself to be deserving of homage as one who is over all, the Son, no less, of him who calls himself, “I am who am,” and who treads on the crest of the sea and makes his way through the mighty waters (Job 9:8; Ps. 77:20).
Provided that God is with the disciples through Jesus, nothing, nobody, can really be against them (Rom. 8:31). The threatening winds, earthquakes and fires of life will not overwhelm them. Rather, these only herald for them the presence of the one who brings the kind of calm that is proper of him who makes his presence felt especially in a tiny whispering sound of a gentle breeze.
If “God-with-us” is in the midst of the disciples, they have no reason to worry about anything. After all, will not all things be given to them besides? Although we Christians play the pagans by seeking eagerly what we do not have, it is not how it should be. It is not Christian either to be afraid to lose what we possess.
Nothing pleases true Christians, centered on Jesus Christ that they are as St. Vincent de Paul was, except in Jesus Christ [1]. True disciples are ready to lose all things and consider the usual gains as loss, and even as rubbish, because of Christ, because of the supreme good of knowing him, for the sake of gaining him and being found in him (Phil. 3:7-9). Not having anything to seek or lose—neither power nor privilege nor influence nor ecclesiastical rank or benefit nor the title of either Rabbi, father or teacher—except Jesus (in other words, being thus indifferent and detached), we will find ourselves not paralyzed but rather truly free to walk toward Jesus, not with fear but with courage, and to be ever more like him [2].
And we will try to be like him who ransomed us from curse by becoming a curse for us, even to extent of wishing that we ourselves were accursed and cut off from Christ for the sake of others. In this way, we will indeed partake of Jesus’ sacrifice of his body and blood, offered for us and for all for the forgiveness of sins.
NOTES:
- [1] Abelly I, 103.
- [2] Cf. Joan Chittister, O.S.B., “Good event, bad event” http://www.ncronline.org/blogs/where-i-stand/good-event-bad-event at (accessed August 3, 2011).
VERSIÓN ESPAÑOLA
- Nada hagáis por ambición egoísta … no ocupándose cada uno de sus propios intereses, sino más bien de los intereses de los demás (Fil. 2, 3. 4)
No despediría Jesús a la multitud que acababan de comer cuanto querían si fuera él un mesías político que creían lo era muchos de los que le daban la bienvenida calurosa con: «¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en el cielo!», pero luego, desilusionados quizás y hechizados ciertamente por los potentes sumos sacerdotes y ancianos, no tardarían en gritar: «¡Que lo crucifiquen!».
Un líder político se ocuparía de que se quedasen los beneficiados con su hazaña para que él pudiera regodearse con su popularidad y la adulación de sus admiradores. ¿A cuál figura política no le gustaría ver a la alegre muchedumbre danzar y oírla cantar una aclamación semejante a: «¡Saúl mató a sus miles y David a sus diez miles!» (1 Sam. 18, 6-8)?
Jesús, sin tener ninguna ambición o agenda política, se aparta de los que buscan hacerle rey a la fuerza (Jn. 6, 15). Alejándose tanto de sus discípulos como del gentío y sin confundir la santidad con la popularidad, se apresura a retirarse a solas a una montaña para orar. Llegada la noche, sigue estando allí solo. Pero no tiene miedo de los terrores de la noche (Sal. 91/90, 5). Sabe muy bien que orar quiere decir estar delante del Padre.
Se aterran, por otro lado, los discípulos y gritan por miedo a un fatasma—por si fuera poco que se encuentran en una barca sacudida por grandes olas. Pero el apóstol Pedro, al oír: «¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!», pide al Señor que se pruebe y le haga capaz de ir hacia él andando también sobre el agua. Estando presente Jesús, el discípulo se arma de valor pese a que su fe todavía deja mucho que desear.
Y sí parece que a Pedro le está saliendo bien todo. Pero al fijar la mirada en su situación peligrosa y perderle de vista a Jesús momentáneamente, el discípulo se asusta y no alcanza del todo su meta. Pero una vez más está el Salvador para socorrer y alentar, y así se muestra éste digno de adoración como quien está por encima de todo y como el Hijo, nada menos, del que se llama «yo soy el que soy», el mismo que somete las olas del mar y se hace paso en las aguas (Job 9, 8; Sal. 77/76, 19).
Con tal de que Dios esté con los discípulos por medio de Jesús, nada, nadie, podrá estar en contra de ellos realmente (Rom. 8, 31). Los amenazantes huracanes , terremotos e incendios de la vida no les tragarán. Les anunciarán más bien éstos la presencia del que efectuará la calma que le corresponda como el asociado con el susurro de una brisa suave.
Si en medio de los discípulos está «Dios-con-nosotros», ellos no tendrán por qué agobiarse por algo. ¿Acaso no se les dará lo demás por añadidura? Aunque los cristianos hacemos de paganos afanándonos por muchas cosas que no tenemos, así realmente no debe ser. Ni debe ser tampoco que tengamos miedo de perder algo que poseemos.
A los verdaderos seguidores de Jesús, centrados en Jesucristo como lo era san Vicente de Paúl, no les agrada nada sino en Jesucristol (XI, 799). Los verdaderos discípulos están dispuestos a perderlo todo por Cristo y tomar los logros usuales por pérdida, y hasta por estiércol, por causa de él, por el valor de conocerlo, por motivo de ganar a Cristo y encontrarse unidos a él (Fil. 3, 7-9). Sin tener nada que desear ni perder —ni poder ni privilegio ni influencia ni beneficio o rango eclesiástico ni título de Rabí, padre o maestro— menos a Jesús (en otras palabras, así de indiferentes y desprendidos), los cristianos nos encontraremos no paralizados sino verdaderamente libres para seguir andando hacia Jesús, no con temor sino con valentía, y ser cada vez más como él.
Y procuraremos ser como el que nos rescató de la maldición al hacerse maldición por nosotros (Gal. 3, 13) también en esto de querer incluso ser proscrito lejos de Cristo por el bien de otros. De este modo seremos partícipes del sacrificio de su cuerpo y sangre que ofreció por nosotros y por todos para el perdón de los pecados.