First Sunday of Advent, Year B-2011
- Love hopes all things, endures all things (1 Cor. 13:7—NABRE)
Once again the Church enters the season of Advent, the beginning of the liturgical year but whose first Sunday speaks of the end [1]. The Church has done so year after year for many centuries, which goes to say that we Christians, having been waiting for a long time, are so used to waiting that we are not unaware of both what goes before or after Advent. A cyclic rhythm regulates us Christians. We keep a liturgical calendar. We follow the same routine.
Someone sets in his ways can get unsettled at seeing something different before him. Like the snail’s shell, the establishment affords security and comfort, and is held onto by the unsettled no sooner than he has ventured outside the familiar [2]. It is possible too for the unsettled not to settle just for hurrying back to his comfort zone; extremely frightened, he may play the cornered and threatened animal that fights back and attacks, which was the case with those who saw to Jesus’ elimination.
If a Christian is like either the former or the latter, would he be truly awaiting the return in glory of the Savior Jesus Christ? In closing himself to novelty, such Christian shows he is sufficiently happy with what he possesses. Enjoying what he has and assured of having something to eat, the Christian who is comparable to the snails mentioned by St. Vincent de Paul in the above-cited conference worries about nothing else. He does not, in effect, look nor wait for anything.
And he shows himself even more satisfied with his possessions—his tradition, culture, his way of thinking and living, his ideas and teachings—the person who beautifies them and makes them precise, uniform and absolute, so as to hold them up to be above all others and to use as norms of inquisition and elimination of those who dissent. This individual does not think himself to be in need of anyone to bring him the good news. And if he trades with what has been given him, he does so not so much for his master as for himself. Self-absorbed, he is not a “man for others”—to borrow from Dietrich Bonhoeffer—nor is his establishment for others either.
So then, it can happen that because we have been waiting so much and gaining so little, our hope dries up. We can be so very easily pleased with our security or comfort and so deeply in love with the ways we are set in. Like those Israelites who could no longer wait for Moses, we can make idols for ourselves to replace the One whose coming has been delayed (Ex. 32:1). Idolaters, notwithstanding the many Advents they may have gone through, no longer wait really.
And hence, if we seek to take Advent out of the merely routine and make it a season of joyful hope, of endurance in affliction and of perseverance in prayer (Rom. 12:12), we should seriously heed the warning: “Be watchful, be alert, watch!” Being alert and watchful supposes, of course, that our love and devotion for the One whom we have been awaiting for a long time have not grown cold. If nowadays if we are not excited enough about his return that we no longer lose sleep and appetite over it, that is to say, we no longer spontaneously keep vigil and fast, then perhaps our excitement will be rekindled as we become one with the least of Jesus’ brothers and sisters in their thirst, hunger, loneliness, misfortune, and their anxieties that make them spend many a sleepless night.
Yes, the poor await the revelation of our Lord Jesus Christ and keep the true religion and have a lively faith [3]. Their miseries only make them recognize their poverty, insufficiency, powerlessness, and also confess their sins and admit their guilt, before their redeemer, their potter, before the One who is the living bread that came down from heaven and gives them his flesh to eat and his blood to drink (Jn. 6:51, 53). That is why they cry out time and again: “Oh, that you would rend the heavens and come down, with the mountains quaking before you.” Beginning here now to watch, the lowly will in the end watch and contemplate the Lord forever, in the company of all those who shall have helped them [4].
NOTES:
- [1] Cf. http://listserv.stjohns.edu/cgi-bin/wa?A2=ind9911&L=vincent&T=0&F=l&P=4404 (accessed November 24, 2011).
- [2] P. Coste XII, 92-93.
- [3] P. Coste XI, 201.
- [4] Peter Feldmeier, “What Are You Watching For?” America (November 21, 2011) 31.
VERSIÓN ESPAÑOLA
1° Domingo de Adviento, Año B-2011
- El amor espera sin límites, aguanta sin límites (1 Cor. 13, 7)
Una vez más la Iglesia entra en el tiempo de Adviento, el comienzo del año litúrgico pero cuyo primer domingo trata del fin. Lo ha hecho la Iglesia año tras año por muchos siglos, lo que significa que los cristianos, esperando desde hace mucho tiempo, ya estamos tan acostumbrados a esperar que no desconocemos lo que viene antes o después de Adviento. Los cristianos nos regula un ritmo cíclico. Guardamos un calendario litúrgico. Seguimos las mismas rutinas de siempre.
Alguien establecido en costumbres muy arraigadas puede desquiciarse al verse frente ante algo diferente. Como la concha del caracol, aporta seguridad y comodidad el establecimiento, al cual se aferra el desquiciado apenas se ha atrevido a apartarse un poco de lo usual (cf. XI, 397). Puede ser también que no se conforme con volverse a su centro el que se asusta por algo fuera del ordinario; demasiado atemorizado, él puede hacer de un animal acorralado y amenazado que ataca para defenderse, lo cual fue el caso de aquellos que procuraron eliminar a Jesús.
Si un cristiano es como o el primero o el último, ¿acaso estaría él esperando de veras la gloriosa venida del Salvador Jesucristo? Al cerrarse a la novedad este cristiano se muestra bastante contento con lo que posee. Divirtiéndose ya de lo que tiene, y asegurado de su comida, no se preocupa de nada más quien es como los caracoles mencionados por san Vicente de Paúl en la conferencia arriba citada. Ya no busca ni espera nada efectivamente.
Y se muestra mucho más contento con sus posesiones—su tradición, su forma de ser, su modo de pensar y vivir—el que las embellece, precisa, uniforma y absolutiza, con motivo no sólo de presentarlas como superiores a las demás sino también de servirse de ellas como normas de inquisición y ataque y de eliminación de los que disienten. Tal individuo no se cree jamás con necesidad de que a él se le traiga la buena nueva. Y si bien negocia él con lo que se le había entregado, no lo hace tanto para su señor como para sí mismo. Ensimismado, él y sus posesiones son solamente para él y para los conformados con él. No es un «hombre para los demás»—por usar una frase de Dietrich Bonhoeffer—ni es para los demás tampoco su establecimiento.
Así que puede suceder que del mucho esperar, y quizás del poco lograr, se nos seque la esperanza. Bien fácilmente nos podemos satisfacer con nuestra seguridad o comodidad y enamorar de las cosas que tenemos establecidas. Como aquellos israelitas que ya no podían esperar más a Moisés, los cristianos podemos fabricarnos ídolos que reemplazcan al que tarda en llegar (Ex. 32, 1). Los idólatras, por muchos Advientos que hayan pasado, dejan de esperar realmente.
Y si se busca, pues, que el Adviento se saque de lo meramente rutinario y sea tiempo de alegre esperanza, de paciencia en el sufrimiento y de perseverancia en la oración (Rom. 12, 12), se debe hacerle caso en serio a la advertencia de «¡Mirad, vigilad, velad!». Estar alerta, vigilar, velar, esto supone, claro, que no se nos han enfriado el amor y la devoción al esperado de hace mucho tiempo. Si hoy en día no estamos tan emocionados y entusiasmados con la venida de Jesús que ya no perdemos las ganas de dormir y comer, es decir, ya no practicamos espontáneamente la vigilia y el ayuno, quizás se reavivarán nuestra emoción y entusiasmo al unirnos a los más pequeños hermanos de Cristo en su sed, su hambre, su soledad, su desventura y sus ansiedades que no rara vez no les dejan dormir.
Los pobres sí siguen aguardando la manifestación de nuestro Señor Jesucristo y mantienen verdadera la religión y viva la fe (XI, 120, 462). Sus miserias sólo les dejan reconocer su pobreza, insuficiencia, impotencia, e incluso confesar sus pecados y admitir su culpabilidad, ante su redentor, su alfarero, y ante el que es el pan vivo que bajó del cielo quien les da a comer su carne y beber su sangre (Jn. 6, 51. 53). Por eso, claman una y otra vez: « ¡Ojalá rasgases el cielo y bajases, derritiendo los montes con tu presencia!». Comenzando a velar ahora, al fin los humildes velarán y contemplarán a Dios, por toda la eternidad, en compañía de los que les hubieren asistido.