Fifth Sunday of Easter, Year B-2012
- Living the truth in love (Eph. 4:15—NABRE)
The truth is that the Lord is risen! So says essentially an antiphon we recite repeatedly this Easter season.
But we do not see the risen Jesus, and so our recitation may degenerate perhaps into honoring him with our lips, our hearts being far from him. I am afraid that sooner or later the saying, “Out of sight, out of mind,” will apply to us.
That is why our Lord’s declaration that we are blessed, those of us who believe without seeing, is really amazing grace. For we really need encouragement. Without the evidence that are proven true with the use of our bodily senses and with all the seemingly insurmountable difficulties that come our way day after day, we can be easy prey to the incredulous, so that we end up doubting and asking whether the Lord is in our midst or not (Ex. 17:7).
But yes, Jesus is with us always, until the end of the age (Mt. 28:20). He did not leave us orphans; he has returned (Jn. 14:18). He is in our midst as we are gathered together, whether many or few. The Word made flesh makes his dwelling among us still (Jn. 1:14). He makes his presence felt as we partake devoutly and attentively of the table of his word and his body.
He is present in his words; when the Holy Scriptures are read and listened to in the Church, it is Jesus himself who speaks and is heard [1]. The Risen One’s presence is palpably felt if our hearts are burning within us as we listen to his words. An undeniable proof too of his remaining in us will be the abundant fruit that we will bear once we have been pruned by his words.
Jesus is present under the Eucharistic species that are part of the signs, perceptible to the senses, through which is signified and effected human sanctification or salvation [2]. And God makes us holy and saves us not as individuals, without bond or link between one another, but rather as one people [3]. Authentic and praise-worthy participation in the sacred meal supposes, then, that this meal cannot but signify and effect the love that does not stop at words, but reveals itself in deeds, in the “strength of our arms and the sweat of our brow,” in the words of St. Vincent de Paul [4].
Those who eat the bread, therefore, and drink of the cup are forbidden to be divisive, sectarian or scornful of the poor (1 Cor. 11:17-34). Isn’t there a lack of discernment of Christ’s body when a particular group holds so much sway in church life and prevents other members of the people of God from exercising their rights and taking part in church ministry?
Hence, it becomes clear that Jesus is risen and is with us to the extent that there are in the Church faithful folks who, like St. Barnabas, welcome the shunned and allay the doubtful and the fearful. Where bold preaching in Jesus’ name and effective listening take place, there witness is given to the presence of the risen Jesus. It will become evident that we are truly at peace, if we foster it and make sure that no one suppresses anyone else for reason of religion, theological or political opinion, race, culture, or sexuality. We will bring to others the presence of the Risen One and grow in numbers with the consolation of the Holy Spirit only if we are imbued with the love that never fails (cf. 1 Cor. 13:8). We will undoubtedly be granted whatever we want if we are united with Jesus, the Father’s true vine, and agree with him and with one another (Mt. 18:19)—which is the justification for the Church to supply what may be lacking in situations that cannot possibly be foreseen [5], so that God’s people may not be deprived of the Holy Eucharist, the fount and apex of the whole Christian life [6], and continue to perceive the presence of the risen Jesus.
NOTES:
- [1] Cf. Sacrosanctum Concilium 7.
- [2] Ibid.
- [3] Lumen Gentium 9.
- [4] P. Coste XI, 40.
- [5] Codex Iuris Canonici 144 § 1.
- [6] Lumen Gentium 11.
VERSIÓN ESPAÑOLA
5° Domingo de Pascua, Año B-2012
- Realizando la verdad en el amor (Ef. 4, 15)
¡La verdad es que ha resucitado el Señor! Así dice esencialmente una antífona que repetidamente recitamos durante el tiempo pascual.
Pero no le vemos a Jesús resucitado, por eso quizás nuestra recitación degenere en darle honor con los labios, estando lejos de él nuestro corazón. Me temo que se nos aplicará, tarde o temprano, el dicho: «Ojos que no ven, corazón que no siente».
Es por eso que realmente es una gracia sublime la declaración de nuestro Señor de que somos dichosos los que creemos sin ver. Pues tenemos necesidad de ser alentados. Sin la evidencia comprobada por los sentidos corporales y con las dificultades, al parecer insuperables, que se nos presentan día tras día, podremos ser presas fáciles de los incrédulos, de modo que acabemos con dudar y preguntar si está o no está el Señor en medio de nosotros (cf. Ex. 17,7).
Pero sí, Jesús está con nosotros todos los días, hasta el fin del mundo. No nos dejó huérfanos; ha vuelto. Jesús está en medio de nosotros que congregamos en su nombre, seamos o muchos o pocos. La Palabra hecha carne todavía acampa entre nosotros. Se hace sentir cuando participamos devota y activamente de la mesa de su palabra y su cuerpo.
Jesús está presente en sus palabras; cuando se lee y se escucha en la Iglesia la Sagrada Escritura, es Jesús quien habla y a él se le oye (cf. Sacrosanctum Concilium 7). Se sentirá muy palpable la presencia del Resucitado si arde nuestro corazón mientras escuchamos sus palabras. Prueba innegable también de su permanencia en nosotros será el fruto abundante que daremos una vez podados por las palabras de Jesús.
Jesús está presente bajo las especies eucarísticas que forman parte de los signos sensibles por los que la señalada santificación o salvación del hombre se realiza. Y Dios nos santifica y nos salva a los hombres, «no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo» (Lumen Gentium 9). La participación auténtica y laudable en el convivio sagrado supone, pues, que éste no puede menos que significar y realizar el amar no sólo de boca, sino con obras, «a costa de nuestros brazos y con el sudor de nuestra frente», por usar las palabras de san Vicente de Paúl (XI, 733).
Se nos prohíbe, por consiguiente, a los que comemos el pan y bebemos de la copa ser divisivos, sectarios o menospreciativos de los pobres. ¿Acaso no hay falta de discernimiento del cuerpo de Cristo cuando un grupo particular domina tanto en la vida de la Iglesia e impide a los demás miembros del pueblo de Dios el ejercicio de los derechos y la participación en el ministerio eclesial?
Así que queda claro que ha resucitado Jesús y está con nosotros en la medida en que hay en la Iglesia fieles que, como san Bernabé, acogen a los rechazados por otros y calman a los que tienen duda y miedo. Allí se da testimonio de la presencia de Jesús resucitado donde hay predicación pública en su nombre y sus palabras se escuchan efectivamente. Se notará que gozamos verdaderamente de la paz si la promovemos y aseguramos que nadie suprima a ningún otro por razón de religión, opinión teológica o política, raza, cultura, o sexualidad. Llevaremos a los hombres la presencia del Resucitado, y nos multiplicaremos, animados por el Espíritu Santo, sólo si nos imbuimos del amor que vive para siempre. Se nos concederá, sin lugar a dudas, lo que deseamos si nos compenetramos con Jesús, la verdadera vid del Padre, y nos ponemos de acuerdo con él, y unos con otros—lo que da justificación a la Iglesia a suplir lo que falte en situaciones imposibles de prever (Codex Iuris Canonici 144 § 1), para que el pueblo de Dios no se prive de la Sagrada Eucaristía, fuente y cumbre de toda la vida cristiana (Lumen Gentium 11) y siga percibiendo la presencia de Jesús resucitado.