Fifth Sunday in Ordinary Time, Year C-2013

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I chose you … to go and bear fruit (Jn. 15:16)

“Holy, Holy, Holy” recognizes the Lord’s incomparable holiness. Before the Holy One of Israel or of the Church, the only appropriate reaction is Isaiah’s or Simon Peter’s.

In contrast to the self-righteous who kick those who are already down, the One who alone is Holy lifts them up. Purging the sin of the man of unclean lips, God makes him his prophet; the Son of God encourages the self-confessed sinner, assuring him: “Do not be afraid; from now on you will be catching men.” It is thus indicated that self-absorption is not allowed (may we be delivered from it with the help of almsgiving, prayer and fasting), for it is not about us, but rather about God.

Let eyes be fixed, then, not on the increase of sin, but rather on the overflow of grace. Although, as St. Bernard teaches [1], our conscience is distressed when we sin gravely, still we must not feel doomed, since there is no sin that one who was wounded for our iniquities cannot pardon. Hence, we can never again be terrified by the malignancy of sin.

Likewise, may the focus be on the mission to which the Word of God calls us. It does not really matter that one has been a failure, like the fishermen who did not catch anything all night long. Nor is it a hindrance that another has lived a not so Christian, or even an anti-Christian, life similar to that of the one who before used to persecute the Church. What is decisive is that both the one and the other surrender to the one who alone justifies and have faith in Jesus who died for our sins, was raised on the third day, appeared to the disciples and, through the Spirit, keeps showing himself alive and close to those who, without seeing, really believe with the heart for justification, and confess with the mouth for salvation (Rom 10:8-10).

In fact, no one is worthy. Neither vocation nor election nor success depends, on our works but on God’s design and grace (2 Tim. 1:9). Without him, we cannot do anything good.

Hence, divine indispensability is plainly revealed in the meek and humble of heart who, like St. John Bosco [2] and St. Vincent de Paul (the spirit of the latter served as a guide too to the former), make their own Jesus’ method: they restrain themselves rather than get angry; they persuade more than they threaten; they are firm but kind and do not persist in punishing and giving in to impatience and pride; they treat sinners with kindness, offering them hope; they are not absorbed in showing off their authority and spilling out their anger, but devote themselves instead to serving, ashamed to assume an attitude, or the semblance even, of superiority.

Indeed, those who point to the only Mediator are not the ones who are to be listened to and obeyed, for they occupy the magisterial seat, yet have become hypocritical, unbearable and unworthy of being imitated. Rather, they are those who endeavor to live what is celebrated in the Eucharist, equipped by grace to give their lives for others, including those who are not deserving.

NOTES:

[1] Cf. the non-biblical reading in the Office of Readings for Wednesday of the Third Week in Ordinary Time, Liturgy of the Hours.
[2] Cf. the non-biblical reading in the Office of Readings for January 31, the memorial of St. John Bosco, Liturgy of the Hours.


VERSIÓN ESPAÑOLA

Domingo 5º de Tiempo Ordinario, C-2013

Soy yo quien os he elegido … para que vayáis y deis fruto (Jn 15, 16)

El trisagio reconoce la santidad incomparable de Dios. Ante el Santo de Israel o de la Iglesia, la única reacción apropiada es la de Isaías o la de Simón Pedro.

A diferencia de los con pretensiones de santidad, quienes maltratan incluso a los ya humillados, el que solo es Santo los enaltece. Perdonando al hombre de labios impuros, Dios le hace su profeta; el Hijo de Dios anima al que se confiesa pecador, asegurándole: «No temas: desde ahora, serás pescador de hombres». Así se da a entender que se nos prohíbe el ensimismamiento (nos ayuden a librarnos de él la limosna, la oración y el ayuno), porque no se trata de nosotros, sino de Dios.

Que los ojos se fijen, pues, no en la abundancia del pecado, sino en la sobreabundancia de la gracia. Aunque, como enseña san Bernardo, nos remuerde la conciencia cuando cometemos grandes pecados, aún no debemos darnos por perdidos, porque no hay pecado que no pueda perdonar el que se hirió por nuestras iniquidades. Por eso, ya no nos atemoriza ninguna dolencia, por muy maligna que sea.

Ojalá se concentre asimismo en la misión a la que nos llama la Palabra de Dios. No importa realmente que uno haya sido un fracaso, al igual que los pescadores que no cogieron nada toda la noche. Tampoco es un impedimento que otro haya llevado una vida poco cristiana, y hasta anticristiana como la del que antes perseguía a la Iglesia. Lo decisivo es que tanto el uno como el otro se rindan al que solo justifica, y tengan fe en Jesús que murió por nuestros pecados, resucitó al tercer día, se apareció a los discípulos y, por el poder del Espíritu, se les sigue manifestando vivo y cercano a cuantos, sin ver, realmente creen con el corazón para la justificación y profesan la fe con la boca para la salvación (Rom 10, 8-10).

De hecho, no es digno nadie. La vocación no depende—ni la elección ni el éxito—de nuestras obras, sino del propósito y la gracia de Dios (2 Tim 1, 9). Sin él, no podemos hacer nada bueno.

Por consiguiente, la imprescindibilidad divina queda claramente revelada en los mansos y humildes de corazón que, como san Juan Bosco y san Vicente de Paúl (el espíritu del último le sirvió también de guía al primero), hace suyo el modo de obrar de Jesús: aguantan más que se enojan; persuaden más que amenazan; soportan con firmeza y suavidad a la vez, en lugar de castigar y ceder a la impaciencia y la soberbia; se comportan con pecadores amablemente, y así les ofrecen esperanza; no se absorben en hacer prevalecer su autoridad o desahogar su mal humor, sino que se aplican a servir, avergonzándose de todo lo que pueda tener aun apariencia de dominio.

De verdad, quienes señalan al solo Mediador no son aquellos a quienes hay que escuchar y obedecer, pues ocupan la cátedra magisterial, pero los cuales se han vuelto hipócritas, insoportables e indignos de imitación. Son más bien los que procuran vivir lo que se celebra en la Eucaristía, capacitados por la gracia para dar su vida por otros, incluyendo a los que no se lo merecen.