Fifteenth Sunday in Ordinary Time, Year C-2013

From VincentWiki
Learn the meaning of the words, “I desire mercy, not sacrifice (Mt 9, 13)

James and John, impetuous and presumptuous—not unlike some of their modern counterparts—in thinking they have the mind of God, want to ruin the Samaritans. Besides practicing a spurious religion, the Samaritans do not welcome Jesus on the way to Jerusalem.

But Jesus rebukes the brothers. Revenge and inquisition only lead to more and worse violence and schisms. He will later tell a parable in order to answer someone with a penchant for dialectic. In effect, he will question stereotypes, from which perhaps the scholars of the law and those in charge of worship in the temple of Jerusalem, as opposed to the worship on Mount Gerizim, have much to gain more than anybody else. The parable will also be a description of its narrator.

Jesus is like the Samaritan who is a neighbor to someone in dire need. He is unconcerned about the risk of catching some uncleanness that may disqualify him from worship. He eats with tax collectors. He lets himself be touched by a prostitute. He does not avoid lepers; he cures them, just as he cures a woman with hemorrhage. He well knows that pure worship is to care for the defenseless and to keep oneself unstained by the world’s apathy and selfishness. He who has come down from heaven for our salvation is the first of those who “leave God for God.”

It does not cross the Samaritan’s mind that the scene may just be a set-up on the part of bandits. So moved with gut compassion, he approaches—not seeing any danger, without fear—the half-dead and bends down. And he does not just administer first aid.

Being similarly resolved, Jesus courageously faces his destiny to call everyone to repentance and bring to full realization the kingdom of God and his righteousness. The Savior offers up everything for us who are contagiously unclean, “making peace through his blood on the cross,” without asking for any ID, for it is enough that we are God’s children (Pope Francis).

We ratify this relationship to our heavenly Father, who is kind to the just and unjust, precisely in so far as we imitate him, loving and doing good to all, praying for all, friends and foes, proponents and opponents, benefactors and persecutors. And we duly recognize Jesus as the firstborn to the extent that we are like him, the servant who gives his life for us.

When, like Jesus, we treat the helpless with mercy, our Eucharistic celebration is pleasing to God and praiseworthy. Thus, too, we carry out the Lord’s command that is very near us: we caress the Word incarnate and tenderly kiss his wounds as we caress the poor and kiss their wounds, which is the path—and there is no other—to our encounter with Jesus-God (Pope Francis).

This only path is the same, of course, as that of the followers of St. Vincent de Paul and Bl. Frédéric Ozanam. Understanding also the mystery at work in those who suffer and are mediators of light (Lumen fidei 57), the two urge us to contemplate the poor as representing the Son of God and to proclaim, prostrate at their feet and touching their wounds, “My Lord and my God” (Coste XI, 32; Ozanam’s November 3, 1836 letter to Louis Janmot).


VERSIÓN ESPAÑOLA

15º Domingo de Tiempo Ordinario C-2013

Aprended lo que significa: «misericordia quiero y no sacrificios» (Mt 9, 13)

Santiago y Juan, impetuosos y presumiendo—no diferentes a unos modernos homólogos suyos—de tener la mente de Dios, desean la ruina de los samaritanos. Los samaritanos, además de practicar una religión espuria, no reciben a Jesús de camino a Jerusalén.

Pero Jesús regaña a los hermanos. La venganza y la inquisición solo llevan a más y peores violencias y cismas. Más adelante, contará una parábola para contestar a un aficionado a la dialéctica. Efectivamente, cuestionará estereotipos de los que quizás tienen mucho que ganar más que nadie los letrados y los encargados del culto en el templo de Jerusalén, a diferencia del culto en el Monte Gerizim. La parábola también describirá al narrador.

Jesús es como el samaritano que es el prójimo de la persona en situación desesperada. No le preocupa el riesgo de contagiarse de alguna impureza que le descalifique del culto. Come con publicanos. Se deja tocar por una prostituta. No rehúye a leprosos; los cura, al igual que cura a una mujer con hemorragia. Bien sabe que el culto puro es socorrer a los indefensos y no mancharse de la indiferencia y el egoísmo del mundo. El que por nuestra salvación ha bajado del cielo es el primero de los que «dejan a Dios por Dios».

No se le ocurre al samaritano que la escena pueda ser solo una martingala de parte de los bandidos. Se conmueve de lástima hasta las entrañas que, sin ver peligro alguno, sin ningún miedo, se acerca al medio muerto y se agacha. Y no da solamente los primeros auxilios.

Así de resuelto, Jesús enfrenta con valentía su destino para llamar a todos a la conversión y llevar a pleno término el reino de Dios y su justicia. Por nosotros contaminados, todo lo entegra el Salvador, «haciendo la paz por la sangre de su cruz», sin pedir ningún DNI, pues, ser hijos e hijas de Dios es suficiente (Papa Francisco).

Ratificamos este parentesco con el Padre celestial, que es bondadoso con los justos e injustos, precisamente en cuanto lo imitamos, amando y haciendo el bien a todos, rezando por todos, amigos y enemigos, apoyantes y oponientes, bienhechores y perseguidores. Y reconocemos debidamente a Jesús como el primogénito en la medida en que somos como él, el siervo que da su vida por nosotros.

Cuando practicamos, como Jesús, la misercordia con los desamparados, nuestra celebración eucarística es pura delante de Dios y elogiable. Así cumplimos también el mandamiento del Señor que está muy cerca de nosotros: al Verbo encarnado lo acariciamos y le besamos las llagas con ternura al acariciar nosotros y besarles las llagas a los pobres, lo que constituye el camino—y no hay otro—para encontrarnos con Jesús-Dios (Papa Francisco).

Este único camino, claro, es el de los seguidores de san Vicente de Paúl y del beato Federico Ozanam. Captando también el misterio en los sufrientes, mediadores de la luz (Lumen fidei 57), los dos nos exhortan a contemplar a los pobres como representantes del Hijo de Dios y a proclamar, postrados a sus pies y tocando sus llagas: «¡Señor mío y Dios mío!» (XI, 725; Carta del beato a Luis Janmot, 3 de noviembre de 1836).