Eighteenth Sunday in Ordinary Time, Year A-2011

From VincentWiki
He will multiply your seed and increase the harvest of your righteousness (2 Cor.9:10—NABRE)

The disciples show they care about the crowds that are still in a deserted place when it is getting late. That is why they ask Jesus to dismiss them so they can go to the villages and buy themselves food.

Such concern seems to me to be like that of not a few citizens today who, agreeing with many politicians, the favorites of the Tea Party, would rather not take responsibility for the people. They insist that the people should take charge of their own lives and take care of meeting their own needs. According to them, no one—no millionaire, no country or government, no agency or institution—has enough to be able to provide help to so many needy people, not counting women and children who need it more than anybody else and are likely to be more numerous than the men folks.

But Jesus thinks differently. He rejects the objection of both those who refuse to be their brothers’ keepers (Gen. 4:9) and those who, according to St. Basil the Great, only know to say: “I have nothing to give you; I am only a poor man” [1]. This man of sorrows, this wounded healer, having gone himself through sufferings and tests (perhaps he is still grieving for John the Baptist and, therefore, withdraws to a deserted place by himself), is able to sympathize with human beings (Is. 53:3, 5; Heb. 2:18; 4:15). He assures his disciples: “There is no need for them to go away; give them some food yourselves.” And taking the five loaves and two fish they have managed to come up with, Jesus looks up to heaven, says the blessing, breaks the loaves and gives them to the disciples so they can distribute them to the crowds.

Thus is the love of God manifested in Jesus, the love that makes disciples triumph against all adversity and every adversary. So also is Jesus revealed as the Shepherd who lets his sheep graze in green pastures and as the generous King who prepares the messianic banquet, in which is shared, without cost, food that is exquisite, nourishing, satisfying and abundant, and invites to it not only the twelve tribes of Israel but all the nations too.

Jesus, of course, obliges us Christians today to give some food ourselves to the hungry. Hence, we gather whatever we can and turn all of it over to Jesus. To share what we have with those who do not have is a logical and natural consequence of our being part of the community that devotes itself to the teaching of the apostles, to fellowship, to the breaking of the bread and to the prayers (Acts 2:42, 44-45). And we can be absolutely certain that Jesus sees to it that the little we hand over to him is admirably multiplied.

It was not a big deal what St. Vincent de Paul did when, having been informed of the indescribable need a family was in due to all its members being sick, he did not fail to mention it in his sermon [2]. But the breaking of the bread on that summer Sunday led to the multiplication of works of charity. By the grace of God, broken indeed into many fragments was St. Vincent’s contribution! It gave way, unexpectedly and providentially, to one foundation and to other additional foundations, his own and those of followers as well. These are all surely part of the plentiful harvest that is due to the word being heard and understood.

NOTES:

[1] Cf. the Office of Readings for Tuesday of the Seventeenth Week in Ordinary Time, Liturgy of the Hours.
[2] P. Coste IX, 243.


VERSIÓN ESPAÑOLA

Él multiplicará vuestra sementera y aumentará la siega de vuestra justicia (2 Cor.9, 10)

Se muestran bien preocupados los discípulos por el gentío que, caída la tarde, está con ellos todavía en despoblado. Por eso piden a Jesús que despida a la multitud para que se vayan a las aldeas y se compren de comer.

Tal preocupación se parece, creo yo, a la de no pocos ciudadanos estadounidenses de hoy día que, poniéndose de acuerdo con muchos políticos, los favoritos del denomidado «Partido del Té», prefieren no asumir la responsabilidad de la gente. Insisten en que la gente misma se encarguen de su propia vida y hagan asunto suyo el remediar sus propias necesidades. Según ellos, nadie —ningún millonario, país o gobierno, ninguna agencia o institución— tiene lo suficiente para darle asistencia a tanta gente necesitada, sin que se cuente a mujeres y niños quienes la requieren más que nadie y son probablemente de número mayor que los hombres.

Pero Jesús piensa de otra manera. Rechaza la objeción tanto de aquellos que se niegan a ser guardianes de sus hermanos (Gen 4, 9) como de aquellos que, según san Basilio Magno, sólo saben decir: «No tengo nada que dar; soy pobre». Este varón de dolores, este sanador herido, habiendo pasado él mismo sufrimientos y pruebas (tal vez apenado todavía por la muerte de Juan Bautista y, por eso, va a un sitio tranquilo y apartado), es capaz de compadecerse verdaderamente de los hombres (Is. 53, 3. 5; Heb. 2, 18; 4, 15). Les asegura a sus discípulos que no hace falta que vayan la gente y añade: «Dadles vosotros de comer». Y tomando los cinco panes y dos peces que los discípulos han conseguido juntar, Jesús mira al cielo, pronuncia la bendición, parte los panes y se los da a los discípulos para que los repartan a la gente.

Así se manifiesta en Jesús el amor de Dios, el amor que hace a los discípulos triunfar contra toda adversidad y todo adversario. Así se revela también que él es el Pastor que hace a sus ovejas recostar en verdes praderas y asimismo como el Rey generoso que prepara el banquete mesiánico en el que se comparte de balde comida exquisita, alimenticia, satisfactoria y abundante, y convida no sólo a las doce tribus de Israel sino también a todas las naciones.

Claro, Jesús nos obliga a los cristianos de hoy en día a darles de comer a los hambrientos. Recogemos, por consiguiente, lo que podamos para luego entregárselo todo a Jesús. Compartir lo que tenemos con los que no tienen es una consecuencia lógica y natural de ser parte de la comunidad que se mantiene firme en la enseñanza de los apóstoles, en la comunión, en la fracción del pan y en la oración (He. 2, 42. 44-45; 1 Cor. 11, 21-22). Y podemos estar seguros de que Jesús atenderá a que se multiplique de modo admirable lo poco que le presentemos.

No era gran cosa lo que hizo san Vicente de Paúl cuando, enterándose de la necesidad indescriptible en que se encontraba una familia de enfermos, no dejó de decirlo en el sermón (IX, 232). La fracción del pan de aquel domingo veraniego condujo a la multiplicación de obras de caridad. ¡Cómo se partió realmente, por la gracia de Dios, la aportación de san Vicente!, de modo que inesperada y providencialmente abrió paso a una fundación y a otras fundaciones adicionales, propias de él y también de otros seguidores. Todas éstas forman parte ciertamente de la cosecha copiosa que se debe a que se escucha la palabra y se entiende.