Thirtieth Sunday in Ordinary Time, Year A-2011

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This is the commandment we have from him: whoever loves God must also love his brother (1 Jn. 4:21—NABRE)

To be a Christian is obviously to believe in Jesus and follow him who is the anointed by the Father with the Holy Spirit to preach the good news to the poor. Jesus gives eternal life to those who are committed to him and he shares with them the words or teachings of eternal life.

Jesus teaches us that he is the perfect fulfillment of the Law and the prophets. And he makes clear that the Law and the prophets are summed up in love: love of God and of neighbor. Rabbis invariably affirm that the whole world hangs on the Torah. On the other hand, Jesus, our Teacher, underscores the supreme value of the two commandments of love and proclaims: “The whole Law and the prophets depend on these two commandments” [1].

And Jesus’ proclamation is credible. He is not one of those who do not practice what they preach. Jesus’ obedience unto death on the cross is the undeniable evidence of his utmost love of God at the same time that his death for us human beings in obedience to God proves beyond doubt the depth and greatness of his love for the neighbor (Phil. 2:8; cf. Jn. 14:15, 21; 15:10, 13). Jesus personifies the unity of the love of God and the love of neighbor.

Accordingly, we reflect on Jesus, superior than he is to Moses (Heb. 3:1-3). We Christians keep our eyes fixed on the leader and perfecter of our faith lest we end up losing all for grasping all or neglect such weightier things of the Law as justice, mercy, faithfulness and humility, all of which surely characterizes Jesus’ love (cf. Heb. 12:2; Mt. 23:23; Mich. 6:8).

And if we return to Jesus love for love that is proven true through obedience to his word, then his Father will love us and the two will make their dwelling with us, and soon their Holy Spirit will teach us everything and remind us of all of Jesus’ teachings without excluding, of course, those we find hard to bear (Jn. 14:23; 16:12). Through the same Spirit, for sure, the two commandments of love are further simplified thus: “Religion that is pure and undefiled before God and the Father is this: to care for orphans and widows in their affliction and to keep oneself unstained by the world” (Jas. 1:27).

Unfortunately, practicing religion has not been that simple for us, which is evident in the variety of sects, denominations or religious group—good and bad—that have arisen over the centuries. And if there are different strokes for different folks, or if there are as many opinions as heads, then clearly there is need that there be those who serve as apostles, presbyters, prophets, teachers, evangelists or pastors (1 Cor. 12; Eph. 4:1-16). The different functions do not only attest to the variety of spiritual gifts. They also protect the body from division and falsehood. Moreover, they foster all the parts of the body have the same concern for one another, that the people of God be equipped for the work of service and the body of Christ be built up.

But as important as the officials and those who have special responsibilities are ordinary parishioners. And I believe that we desire that the Church recovers the simplicity that gives it credibility, we have to go to the poor, in accordance with the example of either St. Vincent de Paul or Bl. Frederic Ozaman. As Father Jaime Corera, C.M., recounts, the former assures us that “in it is among the poor people that true religion and the living faith are preserved,” and the last affirms: “It is in the people that I see sufficient remnants of faith and morality that will save the society that the upper classes have already lost” [2]. I have no doubt that the poor folks, more than anyone, have exhibited in their daily life the five Vincentian characteristic virtues of simplicity, humility, meekness, mortification and zeal for the salvation of souls. They are the one who receive the word in great affliction, with joy from the Holy Spirit, so that they become a model for all the believers.

These poor folks, too, both warn us about, and get us out of, the judgment, the illness, and even death, that may ensue from eating and drinking without discerning the body, without living up to the two great commandments of love

NOTES:

[1] Cf. The New Jerome Biblical Commentary (Englewood Cliffs, NJ: Prentice-Hall, Inc., 1990) 42:133.

[2] Cf. http://www.famvin.org/wiki/Continuity_and_Renewal_of_the_Vincentian_Spirit:_Blessed_Frederic_Ozanam or http://somos.vicencianos.org/blog/2011/07/continuidad-y-renovacion-del-espiritu-vicenciano-el-beato-federico-ozanam/ (accessed October 19, 2011).


VERSIÓN ESPAÑOLA

30° Domingo del Tiempo Ordinario, Año A-2011

Y este mandamiento tenemos de él: el que ama a Dios, ame también a su hermano (1 Jn. 4, 21)

Ser cristiano es obviamente creer en Jesús y seguirle al que es el ungido por el Padre con el Espíritu Santo para anunciar la buena noticia a los pobres. Jesucristo les da vida eterna a los que se dedican a él y comparte con ellos palabras o enseñanzas de vida eterna.

Nos enseña Jesús que él es el pleno cumplimiento de la Ley y los profetas. Y deja claro que la Ley y los profetas se resumen en el amor: amor a Dios y al prójimo. Los rabinos por lo general afirman que el mundo entero depende de la Ley de Moisés. Por su parte, Jesús, nuestro Maestro, pone de relieve la suma importancia de los dos mandamientos de amor y proclama: «Estos dos mandamientos sostienen la Ley entera y los profetas».

Y es creíble la proclamación de Jesús. No es uno de aquellos que no practican lo que predican. La obediencia de Jesús hasta la muerte de cruz es la evidencia innegable de su amor a Dios de sumo grado, a la medida que su muerte por los hombres en obediencia a Dios comprueba fuera de duda la profundidad y la grandeza de su amor para con el prójimo (Fil. 2, 8; cf. Jn. 14, 15. 21; 15, 10. 13). Jesús personifica la unidad de los dos mandamientos de amor.

Por consiguiente, nosotros atentamente consideramos a Jesús, superior que es a Moisés (Heb. 3, 1-3). Los cristianos fijamos nuestra mirada en el iniciador y perfeccionador de nuestra fe para que no acabemos ni con apretar poco por abarcar mucho ni con pasar por alto las cosas que tienen mayor importancia como la justicia, la misericordia, la fidelidad y la humildad, todas la cuales caracterizan ciertamente el amor de Jesús (cf. Heb. 12, 2; Mt. 23, 23; Miq. 6, 8).

Y si a Jesús le pagamos el amor con amor, el cual se muestra verdadero por medio de la obediencia a su palabra, su Padre nos amará y los dos vendrán a vivir en nosotros, y luego su Espíritu Santo nos enseñará todas las cosas y nos recordará todas las enseñanzas de Jesús, sin que se excluyan, por supuesto, las que hallamos difíciles de soportar (Jn. 14, 23; 16, 12). Por el mismo Espíritu, desde luego, los dos mandamientos de amor se han simplificado aún más de esta manera: «La religión pura e intachable a los ojos de Dios Padre es ésta: visitar huérfanos y viudas en sus tribulaciones y no mancharse las manos con este mundo» (Stgo. 1, 27).

Así de sencilla, desafortunadamente, no nos ha resultado la práctica de la religión, lo que queda demostrado en la variedad de sectas, creencias o grupos religiosos—buenos y malos—que han surgido a través de los siglos. Y que hay opiniones para todos los gustos, o que tantos hombres, otras tantas sentencias, esto hace necesario, claro, que algunos sirvan de apóstoles, presbíteros, profetas, maestros, evangelistas o pastores (1 Cor. 12; Ef. 4, 1-16). Las diferentes funciones no sólo manifiestan la diversidad de los dones espirituales. Ellas protegen también el cuerpo contra la división y la falsedad. Promueven además que todos los miembros del cuerpo se preocupen por igual unos por otros y se capacite el pueblo de Dios para la obra de servicio y se edifique el cuerpo de Cristo.

Pero tan importantes como los oficiales y los que tienen cargos especiales son los feligreses ordinarios. Y creo que si se desea que se recupere en la Iglesia la sencillez que le da más credibilidad, a los pobres se ha de ir, de acuerdo con el ejemplo de san Vicente de Paúl o del beato Federico Ozanam. Como nos cuenta el Padre Jaime Corera, C.M., el primero nos asegura de que «entre esas pobres gentes se encuentra la verdadera religión, la fe viva …» y el último afirma: «Es en el pueblo donde yo veo suficientes restos de fe y de moralidad para salvar una sociedad que las clases altas ya han perdido». No lo dudo que son los pobres, más que nadie, quienes han mostrado en la vida cotidiana las cinco virtudes carácteristicas vicencianas de la sencillez, la humildad, la mansedumbre, la mortificación y el celo de la salvación de las almas. Acogen ellos la palabra entre tanta lucha con la alegría del Espíritu Santo, de modo que llegan a ser un modelo para todos los creyentes.

También esas pobres gentes tanto nos advierten como nos sacan de la condena, la enfermedad y hasta la muerte que resulten de comer y beber sin discernir el cuerpo, sin vivir conforme a los dos principales mandamientos de amor.