Sixteenth Sunday in Ordinary Time, Year A-2011

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He has thrown down the rulers from their thrones but lifted up the lowly (Lk. 1:52--NAB)

Unless we are not what we claim to be, we Christians have the conviction that the kingdom of heaven has come with Jesus' coming and that it is unstoppable in its advance. To true disciples has been granted knowledge of the mysteries of the heavenly kingdom. Through this gift of knowledge, the followers of Jesus have the certainty that nothing and no one can prevent the kingdom from extending itself. Those favored with divine revelation, instructed by Jesus both at home and outside it, uphold that the kingdom--though small as a mustard seed may be its beginning and it may hardly be noticeable or perceivable, like yeast--will grow fully, albeit unexpectedly, and will effectively spread far and wide.

Because of their unbreakable certainly, those who enjoy intimacy with Jesus do not get carried away by indiscreet zeal. They do not go weeding out the darnel, huffing and puffing. They are aware that getting rid right now of the darnel may result in the wheat being pulled out as well, since it is next to impossible to distinguish the two from each other. Neither the wheat nor the darnel being ripe yet and given that the future glory of the kingdom is present only in an obscure and hidden way, who can really tell apart now, except God, the children of the evil one from the children of the kingdom? The true disciples acknowledge the absolute power of God, whose total mastery over all things makes him lenient to all so that he governs with much leniency and gives his children good ground for repentance and pardon.

Moreover, so certain because of the firm and immense faith in Jesus and not annoyingly obsessed with either saving at all cost the European Christian culture from the clutches of the dictatorship--real or imagined--of relativism or restoring the old glory of such culture, Christians go against all earthly evidence and the values promoted by the world: they approach the poor and associate with them (Rom. 12:16) and devote themselves to them, as St. Vincent de Paul did, and so they become members of the Church of the poor. That is because, as Father Robert P. Maloney, C.M., reminds us, the Church takes deep roots in the lives of the poor and there it grows and thrives; the life of the Church throbs in the hearts especially of the poor [1]. Father Maloney says in another article [2]:

[T]he crucified Lord, the foolishness of God, is present today, as always, in the "crucified peoples."
The church will find its greatest vitality when it is at ease among them, at the grass roots, where
they suffer. The measure of the church's strength is not its political influence or prestige
in any given era; it is the ability to live in solidarity with the powerless. The church's pre-eminent
weapons will not be influence in the corridors of pwer but the word of God, as it proclaims the truth,
and the witness of sacrificial love, as it proclaims the abiding presence of the crucified Lord.

And thus letting themselves be consumed by the poor, whose weakness makes necessary the help and intercession of the Holy Spirit, the followers of Jesus will manage to live the Holy Eucharist they celebrate. Their life as Church--gathered together from the ends of the earth into God's kingdom and one, like the broken bread, gathered together from its being scattered on the mountains and made one--will be a continuing act of thanksgiving for the life and knowledge which the Father has revealed to them through Jesus Christ [3].

NOTES:

[1] Seasons in Spirituality (Hyde Park, NY: New City Press, 1998) 104.
[2] "An Upside-Down Sign: The Church of Paradox," America (November 22, 1997) 6-11.
[3] Cf. the non-biblical reading of the Office of Readings for Wednesday of the Fourteenth Week in Ordinary Time, Liturgy of the Hours.


VERSIÓN ESPAÑOLA

Derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes (Lc. 1, 52)

A no ser que no seamos lo que nos declaramos que somos, los cristianos tenemos la convicción de que el reino de los cielos ha venido con la venida de Jesús y avanza de manera imparable. A los verdaderos discípulos se les ha concedido conocer los secretos del reino celestial. Por este don de conocimiento, los seguidores de Jesús tienen la certeza de que no hay nada ni nadie que contenga al reino. Los favorecidos con la revelación divina, instruidos por Jesús tanto en casa como fuera de ella, mantienen que el reino --por muy pequeño como un grano de mostaza que haya sido su comienzo y aunque, oculto cual la levadura, apenas se note o se perciba-- llegará a una plenitud inesperada y se va a extender eficazmente por todas partes.

Por su certeza inquebrantable, los que disfrutan de intimidad con Jesús no se dejan llevar por el celo indiscreto. No se echan a arrancar la cizaña, dando resoplidos. Se dan cuenta de que la tarea de arrancar la cizaña pueda resultar en que se arranque también el trigo, ya que por el momento es casi imposible distinguir la cizaña del trigo y viceversa. No estando maduros todavía tanto el trigo como la cizaña y dado que la futura gloria del reino sólo se presenta de modo oscuro y oculto, ¿quién por ahora sabe diferenciar realmente sino Dios a los partidarios del Maligno de los ciudadanos del reino? Los verdaderos discípulos reconocen el poder absoluto de Dios cuya soberanía total le hace perdonar a todos y gobernar con gran indulgencia y dar a sus hijos la dulce esperanza de arrepentimiento y perdón.

Así de ciertos, además, por su firme e inmensa fe en Jesús y no obsesionados sobremanera ni con salvar a toda costa la cultura cristiana europea de las garras de la dictadura --verdadera o imaginada-- del relativismo ni con restaurar la gloria antigua de dicha cultura, los cristianos van en contra de toda evidencia terrenal y los valores que el mundo promueve: se acercan a los pobres y se dedican a ellos y disfrutan de la compañía de ellos (Rom. 12, 16), como lo hizo san Vicente de Paúl, y así se hacen miembros también de la Iglesia de los pobres. Es que, como nos lo recuerda el Padre Robert. P. Maloney, C.M., la Iglesia echa raíces profundas en la vida de los pobres y allí crece con fuerza y florece; en los corazones especialmente de los pobres late con viveza la vida de la Iglesia. Dice el Padre Maloney en otro escrito:

[E]l Señor crucificado, la necedad de Dios, está presente hoy, como siempre, en los «pueblos crucificados».
La Iglesia encontrará su mayor vitalidad en cuanto se sienta a gusto en medio de ellos, en la gente
ordinaria de las bases que sufren. La medida de la fuerza de la Iglesia no es la influencia política
o el prestigio en un tiempo dado; es la capacidad de vivir en solidaridad con los sin poder.
Las armas preeminentes de la lglesia no serán la influencia en los pasillos de poder sino la palabra
de Dios, mientras se proclama la verdad, y el testimonio del amor sacrificado, mientras se proclama
la presencia duradera del Señor crucificado.

Y dejándose así consumir por los pobres cuya debilidad hace necesaria la ayuda y la intercesión del Espíritu Santo, los discípulos de Jesús llegarán a vivir la sagrada Eucaristía que celebran. Su vida como Iglesia --reunida de los confines de la tierra en el reino de Dios y una, cual el pan partido, reunido de la dispersión sobre los montes, y hecho uno-- será una continua acción de gracias por la vida y el conocimiento que el Padre les ha revelado por medio de Jesús.