Seventh Sunday in Ordinary Time, Year B-2012

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The kingdom of God is at hand: repent and believe in the gospel (Mk. 1:15—NABRE)

Jesus returns to Capernaum and preaches again at home—his own or maybe that of St. Peter’s extended family but which, in any case, is now a home to so many there is no longer room, not even around the door, and some even dare remove part of its roof while others simply take it to be their seat of judgment. As he absolves the paralytic, Jesus returns to the heart of the matter, the point exemplified in his baptism, that is to say, to the theme that the nearness of God’s kingdom makes repentance and faith necessary.

Jesus thus illustrates his teaching about the supreme importance of God’s kingdom and justice that they are to be sought before everything else, before good health and before the other kinds of security we worry so much about (Mt. 6:33)—with this, of course, St. Vincent de Paul is in full agreement [1]. And as though to confirm that everything else will be given besides to those who place first things first, Jesus cures the one whose sins he has just forgiven.

But the physical cure only highlights the spiritual healing. The kingdom is what both this event never seen before and the other healings point to. They are all a pledge of the future life of glory in the fully realized kingdom. The kingdom of God is the new thing that is now springing forth, in and through Jesus, and which entails the opportunity that our offenses will be wiped out and our sins no longer remembered.

Being forgiven of one’s sins may not be as striking as being instantly healed, and the declaration of forgiveness does sound easier—because it does not demand empirical verification [2]—than a declaration of healing. But what is essential should not be exchanged for the merely spectacular. One who exchanges the former for the latter runs the same risk as that of the scribes. These cannot be forgiven at the moment because they persist to reject the kingdom of God because of their rejecting Christ and not believing in him (cf. Mk. 3:20-30) who is God’s unambiguous “yes” or who perfectly fulfills God’s promises and ushers in and makes present God’s kingdom.

Their sin remains also because they say they see and are disciples only of Moses and do not allow themselves to be deceived by anyone (Jn. 9:28, 41). They consider themselves to be seated at all times on Moses’ chair, and hence, they are sitting there to pass judgment on the one at home and declare him guilty of blasphemy. They cannot endure anyone claiming for himself what they believe is God’s prerogative only. Confined in their orthodoxy, it will never dawn on them that maybe Jesus does have the authority from God to forgive sins. It could be, of course, that their real, though unconscious, motive is the fear of losing both their monopoly of the magisterium and its accompanying benefits, privileges and prestige.

But be it as it may, our inability to get up from our seats in order to see better the whole from varying points of view, our inability to go beyond our beliefs, convictions and interests, this can put us all, Jews and Christians, in danger of opposing the kingdom and Jesus. He does not show up in a spectacular way. Rather, he shows himself as one who is poor, who mourns, who is meek, who is hungry and thirsty, tender- and simple-hearted, powerless and weaponless, persecuted, insulted and calumniated.

When the Son of Man comes to judge all nations, will he count us or not among the blessed in his kingdom? It depends on whether we welcome him or not as he reveals himself. God will lift up from the bed of pain and death the person who has regard for the lowly and the poor. To discern the body of Christ, then, and not show contempt for the Church, means to be in communion with the poor to form the Church for all, the Church of the poor especially, the house of salvation and prayer for all (Is. 56) and the kingdom of God now present in mystery [3].

NOTES:

[1] Cf. http://www.biblegateway.com/resources/commentaries/IVP-NT/Matt/Jesus-Authority-Forgive-Sins (accessed February 11, 2012); Common Rules of the C.M. II, 2; P. Coste XII, 130-150.
[2] The New Jerome Biblical Commentary (Englewood Cliffs, NJ: Prentice-Hall, Inc., 1990) 41:15.
[3] Cf. Lumen Gentium 3.


VERSIÓN ESPAÑOLA

7° Domingo del Tiempo Ordinario, Año B-2012

Está cerca el reino de Dios: convertíos y creed en el Evangelio (Mc. 1, 15)

Jesús vuelve a casa en Cafarnaún—suya propia o tal vez la de la familia extensa de san Pedro, pero que ahora parece una casa para tantos que no queda sitio ni a la puerta, y hasta unos se atreven a quitar parte del techo y otros se sirven de la casa como tribunal—y allí vuelve a predicar la palabra. Al absolver al paralítico, Jesús vuelve al quid, al ejemplificado en su bautismo: reitera el tema de que la inminencia del reino de Dios hace necesarias la conversión y la fe.

Ilustra, pues, Jesús su enseñanza de que el reino de Dios y su justicia son sumamente importantes y se han de buscar antes que nada, antes que la buena salud y las demás seguridades por las que nos afanamos (Mt. 6, 33)—con lo que está completamente de acuerdo, desde luego, san Vicente de Paúl (RC II, 2; XI, 428-444). Y como si estuviera confirmando que lo demás se dará por añadidura una vez mantenido primero lo primero, Jesús le cura al perdonado.

Pero la curación física sólo pone de relieve la sanación espiritual. El reino es lo que señalan la cosa que nunca se ha visto y las otras sanaciones. Éstas son prenda de la futura vida de gloria en el reino plenamente realizado. El reino de Dios es lo nuevo que ya está brotando, en Jesús y mediante él, y que supone la oportunidad de que a la gente se les borre todo crimen y no se les acuerde ningún pecado.

El ser perdonado no parece tan espectacular como el ser sanado instantáneamente, y la declaración de perdón suena más fácil—porque no exige verificación empírica—que la declaración de sanación. Pero lo esencial no se debe cambiar por lo meramente espectacular. Si uno cambia el primero por el último, corre el mismo riesgo de los letrados. Ellos de momento no tienen perdón por persistir en rechazar el reino de Dios debido a que rechazan a Jesús y no creen en él (cf. Mc. 3, 20-30), el que es el sí inequívoco de Dios o el que cumple plenamente la promesa divina e inaugura y hace presente el reino.

A ellos les permanece el pecado también porque afirman que ven y que son discípulos sólo de Moises y no se dejan engañar por nadie (Jn. 9, 28. 41). Se creen ocupantes todo el tiempo de la cátedra de Moisés y, por tanto, están allí sentados para juzgar al que está en casa y sentenciarlo culpable de blasfemia. No soportan a nadie que se arroga, desde el punto de vista de ellos, una facultad que sólo pertenece a Dios. Confinados en su ortodoxia, nunca se les va a ocurrir pensar que tenga Jesús la autorización de Dios de perdonar pecados. Puede ser, por supuesto, que su motivo verdadero, aunque inconsciente, sea el miedo que tengan de perder tanto el monopolio del magisterio como los concomitantes beneficios, privilegios y prestigio.

En todo caso, el no poder levantarnos de nuestros asientos para ver mejor la totalidad desde varios puntos de vista, el no poder ir más allá de nuestras creencias, convicciones e intereses, esto nos puede poner a todos, judíos y cristianos, en peligro de resistirnos al reino y a Jesús. Él se nos presenta no espectacularmente, sino como un pobre, como uno que llora, es sufrido, tiene hambre y sed, uno de corazón tierno y sencillo, un sin poder y sin armas, un perseguido, insultado y calumniado.

Cuando venga en su gloria el Hijo del Hombre para juzgar a todas las naciones, ¿nos incluirá él en su reino o no? Depende de si acogemos o no a Jesús tal como se nos manifiesta. Del lecho de dolor y muerte lo levantará Dios al que cuida del pobre y desvalido. Discernir, pues, el cuerpo de Cristo y no menospreciar la Iglesia significa comulgar con los pobres y formar la Iglesia de todos, especialmente de los pobres, la casa de salvación y oración para todos (Is. 56) y el reino presente actualmente en misterio (cf. Lumen Gentium 3).