Mary Mother of God, Year B-2012

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My mother and brothers are those who hear the word of God and act on it (Lk. 8:21—NABRE)

Ever since our first parents fell for the devil’s suggestion that they would have to be emancipated from their Creator in order to acquire wisdom, we human beings have tended to find delightful and holding sway the dichotomy or dilemma that we have no alternative other than to choose either God or ourselves. This, in my opinion, is what is behind the thinking, ancient or modern, of the Gnostics, Manicheans, Arians, Albigensians, Jansenists, positivists, atheists and the proponents of the so-called “death of God.”

But the incarnation of the Word exposes as false such dichotomy. God and man are not contradictory terms. To believe in the Word incarnate is to affirm that Jesus is at once true God and true man. The Incarnation does not at all mean that Jesus is a man adopted only as son by God or that he is God disguised only as man. As the Council of Ephesus made known, to give the Blessed Virgin the title of “the one who gives birth to God” (Theotokos in Greek, Deipara or Dei genetrix in Latin) is to make the profession of faith in Jesus as fully God and fully man, and acknowledge the two inseparable natures, divine and human, of the one and only divine person of Jesus.

Hence, though the solemnity being celebrated is that of Mary, the holy Mother of God, it is, however, primarily about Jesus. It is about Jesus, being at once God and man, as the only true bridge, characterized indispensable by St. Teresa of Ávila [1], between God and human beings, the sole mediator between God and the human race, the supreme pontiff who first and foremost has the prerogative to give the priestly blessing on Jews and Gentiles alike. Today’s solemn feast is about the Son of God, born of a woman according to the disposition of divine providence, who makes the baptized members of his body, so that they may receive adoption as God’s children and participate, all of them, in the only priesthood that matters.

But giving Jesus the primacy does not detract from the important role of the most holy Mother of God. It is also about her, if for no other reason than that she is the eminent and singular type of us human beings who desire to share in the divinity of Christ who humbled himself to share fully in our humanity.

The Virgin Mary reflects the God-man in an excellent fashion and is the sublime model who shows that the way to divine holiness is the way of human humiliation that is evident in attentiveness, observance, trust, faith, joy, praise, recollection (explicitly recommended by St. Vincent de Paul [2]), endurance, wonderment, expectation, excited readiness to hear the good news and share it [3]. It is the way too of the one who is “profoundly human in a manner that only God can be” (José Antonio Pagola) and “divine for being human to the utmost” (Piet Fransen, S.J., if I remember correctly). Living with her feet firmly planted on the ground, in imitation of the one who is at once fully God and fully man, the Blessed Virgin rises above the ground like a tree that the more firmly and deeply rooted it is in the soil, the higher it soars and more widely it branches out to catch the sunlight it needs for nourishment.

And he nourishes us, giving us himself to eat and drink, in an inn (Lk. 22:11), the one who is lying in a manger because there is no room for Mary and Joseph in the inn [4]. The consumed consummates the divine mission. The one who is circumcised and therefore declares himself covenanted with God and not a rebel, such one is proclaimed Savior, Messiah and Lord, receiving the “name- above-every-name” that is invoked upon all.

NOTES:

[1] Cf. the non-biblical reading in the Office of Readings, Liturgy of the Hours, for October 15, the memorial of St. Teresa of Ávila.
[2] P. Coste IX, 5.
[3] Cf. The New Jerome Biblical Commentary (Englewood Cliffs, NJ: Prentice-Hall Inc., 1990) 43:14.
[4] Ibid., 43:29.


VERSIÓN ESPAÑOLA

Santa María, Madre de Dios, Año B-2012

Mi madre y mis hermanos son éstos: los que escuchan la palabra de Dios y la ponen por obra (Lc. 8, 21)

Desde que nuestros primeros padres se dejaron engañar por la sugestión diabólica de que ellos tendrían que emanciparse de su Creador para adquirir la sabiduría, los hombres hemos tenido la propensión de dejarnos deleitar y acariciar por la dicotomía o dilema de que el hombre no tiene más remedio que escoger o a Dios o a sí mismo. Ésta, a mi parecer, está detrás del pensar, antiguo o moderno, de los gnósticos, maniqueos, arrianos, albigenses, jansenistas, positivistas, ateos y proponentes de lo que se denomina «la muerte de Dios».

Pero la encarnación de la Palabra expone por falsa dicha dicotomía. Dios y hombre no son términos contradictorios. Creer en el Verbo encarnado es afirmar que Jesús es Dios verdadero y hombre verdadero. La Encarnación no significa para nada que Jesús es un hombre adoptado solamente por Dios como su hijo o que Jesús es Dios disfrazado sólo de hombre. Como el Concilio de Éfeso dio a conocer, darle a la Virgen María el título de «la que dió a luz a Dios» (Theotokos en griego, Deipara o Dei genetrix en latín) es hacer la profesión de fe en Jesús como plenamente Dios y plenamente hombre, y reconocer ambas naturalezas inseparables, divina y humana, de la una y sola persona divina de Jesús.

Así pues, aunque la solemnidad que se celebra es la de Santa María, Madre de Dios, se trata primeramente, sin embargo, de Jesús. Se trata de Jesús, a la vez Dios y hombre, como el solo puente verdadero entre Dios y los hombres, calificado como imprescindible por santa Teresa de Ávila, el único mediador entre Dios y los hombres, el sumo póntifice al que pertenece principal y eminentemente la facultad de impartir la bendición sacerdotal a israelitas y gentiles. La fiesta solemne de hoy es sobre el Hijo de Dios, nacido de una mujer, según la disposición de la providencia divina, al cual se incorporan los bautizados para que sean hijos por adopción y partícipes todos del único sacerdocio que vale.

Pero el darle a Jesús la primacía no le resta valor al papel importante de la Santísima Madre de Dios. También se trata de ella sí, de no ser por otra razón que ella se presenta de forma eminente y singular como tipo de los humanos que buscamos participar de la divinidad de Cristo quien se dignó participar plenamente de nuestra humanidad.

La Virgen María es reflexión excelente del Dios-hombre y modelo sublime que demuestra que el camino hacia la santificación divina es el camino de la humillación humana que se ve en la atención, la observancia, la confianza, la fe, la alegría, la alabanza, el recogimiento—recomendado expresamente por san Vicente de Paúl (IX, 24)—, el aguante, el asombro, la expectación, la entusiasmada disposición para recibir la buena noticia y compartirla. Es el mismo camino del que es «profundamente humano, tan humano que sólo Dios puede ser así» (Padre José Antonio Pagola) y totalmente divino por ser humano en sumo grado (Padre Piet Fransen, S.J., si la memoria no me falla). Viviendo, a imitación del plenamente Dios y plenamente hombre, con los pies bien plantados en la tierra, la Virgen María se sobrepone a la tierra cual árbol que más firmes y profundas raíces echa en el suelo, más alto se eleva hacia el cielo y más ramas echa para captar la luz solar que necesita para nutrirse.

Y nos nutre sí, nos da de comer y beber, en una posada (Lc. 22, 11) el que está acostado en un pesebre porque no hay lugar para María y José en la posada. El consumido consuma la misión divina. El que se circuncida y así se declara compactado con Dios y no rebelde, éste se proclama Salvador, Mesías y Señor, recibiendo el «Nombre-sobre-todo-nombre» que se invoca sobre todos.