First Sunday of Lent, Year B-2012

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Now is the day of salvation (2 Cor. 6:2—NABRE)

In view of an imminent plague, the prophet Joel calls to a liturgy of lamentations and rogations the whole community—the elders, the children and the infants at the breast, the bridegrooms and the brides, the priests. These last ones are urged to weep and pray, “Spare, O Lord, your people,” which reminds me of St. Vincent de Paul’s plea to the missionaries at the July 24, 1655 repetition of prayer on working with selflessness, zeal and commitment [1].

Says St. Vincent in part, “The poor feed us; let us pray for them.” It seems to him that “God expects the priests to allay his anger; he expects them to stand, like Moses, between him and these poor people, so as to compel him to deliver them from the evils caused by their ignorance and their sins, which they would perhaps not suffer from had they been instructed and had work been done to convert them.”

There is no indication in either Prophet Joel’s invitation or St. Vincent’s plea that the people are in greater need of repentance than the priests. I think the prophet only makes clear that they are all in this together and as, in any liturgical celebration, all are actors and there are no spectators [2], with everyone doing his or her part. As for St. Vincent, it is in the same talk that he says that the poor have the true religion. He also reminds the priests to live up to what is expected of them, to be zealous and hard-working missionaries and avoid idleness that leads to all vices and many temptations.

In both instances, no one group is said to be in greater need of conversion than another. It is suggested rather that the call to conversion and holiness is universal [3], that we are all called to return to God with our whole heart, turning back from the broad but wrong road to the constricted but right road.

After all, we are all subjected to temptations, and fall not a few times. And, as St. Vincent frequently reminds us, we human beings tend to spoil everything, doing the right things for all the wrong reasons, turning what is intended to free us from ourselves by recognizing the other—like almsgiving, prayer and fasting—into a worse self-absorption that is even more arrogant and apathetic. And even if there is no denying that the adoption by Christians of the structures, symbols, titles and trappings of the Roman empire has advanced evangelization and the building-up of the Church far and wide, there is no saying either that there is no merit whatsoever in the observation by certain ecclesiastics even that not a few adopted things convey the message of power and wealth that is hardly compatible with the gospel [4]. It is not wholly senseless either, I don’t think, to suggest: “All it takes for the Catholic Church to retain its moral presence in Ireland is for the bishops to take off their mitres and get their hands dirty, like good fishermen”—as they attend, that is, to the poorest of the poor [5].

That bishops come to the poor’s rescue with selflessness, zeal and commitment, in this consists precisely, I think, the communion between those who care and those who are cared for. Such shepherds are—if I may borrow from Father Cecilio Zazpe Azpiroz, C.M.—“are like the fresh bread that comes out at the hour when human beings eat breakfast,” the bread that “everyone has a right to” [6].

The bread, offered and received, means the full participation of those called to conversion, those invited to be saved from the deluge with the indispensable help of the one who has been tested, like us, in every way, yet without sin. He has turned destructive waters into salvific waters, and the new covenant was sealed with his blood.

NOTES:

[1] P. Coste XI, 200-205.
[2] Cf. http://ncronline.org/news/vatican/liturgy-and-life-jesuit-scholar-reflects-his-46-years-rome (accessed February 18, 2012).
[3] Lumen gentium, chapter V.
[4] Cf. Salesian Larry N. Lorenzoni’s letter to America (January 30-February 6, 2012) 29.
[5] Cf. Des Farrell’s letter to America (February 13, 2012) 37.
[6] Cf. http://somos.vicencianos.org/blog/2009/11/cecilio-zazpe/ (accessed February 18, 2012).


VERSIÓN ESPAÑOLA

1° Domingo de Cuaresma, Año B-2012

Ahora es el día de la salvación (2 Cor. 6, 2)

En vista de una plaga inminente, el profeta Joel llama a una liturgia de lamentaciones y oraciones rogativas, a la comunidad entera—a los ancianos, los muchachos y los niños de pecho, los esposos y las esposas, los sacerdotes. A los últimos se les insta que oren llorando: «¡Perdona, Señor, a tu pueblo!». A propósito se me viene a la mente la exhortación de san Vicente de Paúl a los misioneros en la repetición de oración del 24 de julio de 1655 sobre el trabajar con abnegación, celo y entrega (XI, 119-123).

En parte, dice san Vicente: «Los pobres nos alimentan, recemos por ellos». Le parece al santo que «Dios espera que los sacerdotes detengan su cólera; espera que ellos se coloquen entre él y esas pobres gentes, como Moisés, para obligarle a que las libre de los males causados por su ignorancia y sus pecados, y que quizás no sufrirían si se les instruyese y se trabajase en su conversión».

No hay indicación ni en la invitación del profeta Joel ni en la plática de san Vicente de que la gente tienen mayor necesidad de convertirse que los sacerdotes. Creo que el profeta, dejando claro que los miembros de la comunidad deben estar todos juntos en esta obra pública de culto oficial (en la que hace cada uno lo que le corresponde y todos, como en cualquier acto litúrgico, son actores y nadie es espectador), les señala nada más a los sacerdotes su papel. Por parte de san Vicente, él expresa en la misma plática que es entre la pobre gente donde se conserva la verdadera religión. Les recuerda también a los sacerdotes que cumplan con lo que se espera de ellos, que sean misioneros celosos y trabajadores, y eviten la ociosidad que conduce a todos los vicios y a muchas tentaciones.

En ambos casos, pues, ningún grupo se presenta como más llamado que otro al arrepentimiento. Se da a entender más bien que es universal la vocación a la conversión y la santidad (Lumen gentium, cap. V), el llamamiento a volver a Dios de todo corazón, a volver atrás para dejar el espacioso camino equivocado y tomar el angosto camino recto.

Después de todo, estamos todos sometidos a las tentaciones y caemos no pocas veces. Y, como repetidamente nos advierte san Vicente, los hombres nos inclinamos a estropearlo todo, haciendo lo correcto por motivos incorrectos, convirtiendo lo que tiene por motivo el reconocimiento de otro y la liberación de uno de sí mismo—cual el hacer limosna, rezar, ayunar—en peor ensimismamiento aun más arrogante e indiferente. Y aunque no se puede negar que la adopción de parte de los cristianos de las estructuras, los símbolos, los títulos y los atavíos del imperio romano contribuyó mucho a la evangelización y a la edificación y la expansión de la Iglesia, tampoco se puede decir que carece de toda razón la observación de unos eclesiásticos mismos de que ciertas cosas adoptadas transmiten el mensaje de poder y riqueza no del todo compatible con el evangelio. Y no creo que sea totalmente insensata la sugerencia de que conservará la Iglesia su presencia moral en Irlanda con sólo quitarse los obispos las mitras y dejar que se les ensucien las manos, como buenos pescadores, por ayudar a los más pobres.

Que los obispos socorren con abnegación, celo y entrega a los más necesitados, creo que en esto consiste precisamente la comunión entre los que apacientan y los apacentados. Tales pastores son—por usar las palabras del Padre Cecilio Zazpe Azpiroz, C.M.—«como el pan tierno que sale a la hora en que los hombres desayunan», el pan a que «todos los hombres tienen derecho».

El pan, ofrecido y recibido, significa la plena participación de los llamados a la conversión, los invitados a salvarse del diluvio con la ayuda indispensable del que ha sido tentado en todo como nosotros, pero sin pecar nunca. Él ha convertido las aguas destructoras en aguas salvíficas, y con su sangre se selló el nuevo pacto.