Nineteenth Sunday in Ordinary Time, Year B-2012
- Come to me, all you who labor and are burdened, and I will give you rest (Mt. 11:28—NABRE)
Speaking of the poor, St. Vincent de Paul says: “Amidst their illnesses, afflictions and needs, you never see them get carried away by impatience, murmur or complain; never, or very rarely” [1]. This is so, according to the saint, because of the faith that God gives to the simple people and which he refuses to the rich and wise, and even to missionaries who are obsessed with acquiring knowledge and do not tolerate discomfort [2].
No, murmuring is so unlikely of the simple faith of those who, drawn by the Father, go to Jesus. The poor lack the sophistication of those who cannot accept the reputed son of Joseph to be the bread that came down from heaven. The poor are not like those sophisticated individuals who, while asking Jesus to give them always the heavenly and life-giving bread (Jn. 6:34), end up rejecting him who truly is such bread. Rather, they are like the Samaritan woman: this foreigner asks Jesus for the water that fully satisfies (Jn. 4:15); later she believes in him as the Messiah who tells believers everything, and, through her, others get to know him (Jn. 4:25, 28-29, 39).
Those with simple faith eat and drink of Jesus indeed. He is the fullness of divine revelation. He gives strength to those who confess their poverty and do not put on airs, just like the Elijah who admits he is no better than his fathers—not so much the Elijah who considers himself to be the only one left of the prophets and thinks the Israelites have rejected the Lord, failing to take account of the one hundred prophets Obadiah harbored or the seven thousand Israelites who have not knelt to Baal (1 Kgs. 18:13, 22; 19:18).
Strengthened thus by God’s perfect Word, the poor put up calmly and patiently with life’s labors and inconveniences, its trials and tribulations. Their faith gives them the certainty that they have been sealed with the Holy Spirit for the day of redemption. Hence, instead of giving way to bitterness, fury, anger, shouting and reviling, or to any form of malice, they exert effort to be kind, compassionate and forgiving, in imitation of Jesus who forgives and loves them and hands himself over for them as a sacrificial offering. They are propelled by the love of Christ (2 Cor. 5:14), whose words, though hard, are not only moving due to their beautiful and eloquent simplicity, but are also compelling, because they are backed up by the example of self-sacrifice, of the offering of oneself as flesh that must be eaten.
Unless we who are tired and burdened get fed thus with Jesus, his message and his example, I am afraid we will just continue working for food that perishes, spending resources for what does not satisfy (Jn. 6:27; Is. 55:2).
NOTES:
- [1] P. Coste XII, 170.
- [2] Ibid., XI, 201-202.
VERSIÓN ESPAÑOLA
19° Domingo de Tempos Ordinario, Año B-2012
- Venid a mi todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré (Mt 11, 28)
Hablando de los pobres, dice san Vicente de Paúl: «No los veréis nunca, en medio de sus enfermedades, aflicciones y necesidades, murmurar, quejarse, dejarse llevar de la impaciencia; nunca, o muy raras veces» (XI, 462). Según el santo, esto se debe a la fe que Dios les concede a la gente sencilla y les niega a los ricos y sabios, y aun a los misioneros que se obsesionan por ser hombres de ciencia y no toleran la incomodidad (XI, 120-121).
No, la murmuración no es propia de la fe sencilla de los que van a Jesús, atraídos por el Padre. Los pobres carecen de la sofisticación de aquellos que no pueden aceptar que el hijo putativo de José es el pan bajado del cielo. Los pobres no son como los sofisticados que, a pesar de pedir a Jesús que les dé siempre el pan celestial y vivificador, acaban rechazando al que lo es de verdad. Son, más bien, como la mujer samaritana: la forastera le pide al Señor el agua que dará satisfacción completa; luego cree en él como el Mesías que lo dice todo, y por medio de ella llegan a conocerlo otros.
Los de fe sencilla beben y comen, sí, de Jesús. Él es la plenitud de la revelación divina. Él les da fuerza a los que confiesan su pobreza y no se dan mucha importancia, como el Elías que admite que no vale más que sus padres—no tanto como el Elías que se cree el único que ha quedado de los profetas y piensa que los israelitas han rechazado al Señor, sin tomar en cuenta a los cien profetas acogidos por Abdías ni a los siete mil israelitas que no se han arrodillado ante Baal.
Así de fortalecidos por la Palabra perfecta de Dios, los pobres aguantan con calma y paciencia los trabajos y las molestias de la vida, las penas y las calamidades. Su fe les da la certeza de que ellos han sido marcados con el Espíritu Santo para el día de la liberación final. Por eso, en lugar de ceder el paso a la amargura, la ira, los enfados e insultos y cualquier forma de maldad, se esfuerzan en ser buenos, comprensivos e indulgentes, a imitación de Cristo que los perdona, los ama y se entrega por ellos como oblación y víctima. Los propulsa el amor de Cristo, cuyas palabras, aunque duras, no sólo conmueven por su bella y elocuente sencillez, sino que también arrastran, porque vienen respaldadas por el ejemplo del ofrecimiento de sí mismo como carne que se ha de comer.
No sea que los cansados y agobiados así nos alimentemos de Jesús, de su mensaje y su ejemplo, me temo que nos quedaremos sólo procurándonos el alimento que pasa y gastando recursos en lo que no da hartura.