Palm Sunday, Year B-2012
- Do you understand what I have done for you? (Jn. 13:12—NIV)
Everybody wants to see Jesus. Now a multitude, spreading on the road their cloaks and cut branches, welcome him. They shout praises to God and blessings to the one who comes.
But Jesus’ popularity does not translate into understanding on the people’s part. Even the disciples do not understand time and again. They find particularly difficult to understand his prediction of the Paschal Mystery and its implication in their way of life as followers of Jesus (Mk. 9:30-35; 10:32-44). One of the select Twelve—greedy perhaps or disillusioned because of the teaching that the Son of Man has come to serve and give his life as a ransom for many (cf. Jn. 12:6; Mk. 9:33-35; 10:42-45)—decides to betray the Teacher.
And the remaining Eleven leave him and flee. Even the one whose name is mentioned first of the three of the most select of the select curses and swears not to know Jesus. He forgets his promise not to deny him even if it may mean certain death. It is clear that in all of them the divine word, like the seed sown on rocky places, has no root (Mk. 4:16-17).
It goes without saying that to be as the seed, sown on good soil, which gives fruit, we who claim to be Jesus’ disciples should hear him and, above all, accept him as he reveals himself, not as our expectations make him out to be (Mk. 4,:20). It is of utmost importance, of course, if we are to understand properly, that we take him as the grain of wheat that falls to the ground, dies, and produces much fruit.
At first glance, it does not look like death is what is indicated by the mention of Mount of Olives. Evoked certainly is the great battle in which the Lord will prevail, who will then enter Jerusalem triumphantly to take possession of it (Zech. 14:4). But righteous and lowly is the Savior who comes, mounted on a peace-colt, not on a war-horse (Zech. 9, 9). The battle refers more, I think, to the agony in the garden of Gethsemane in the Mount of Olives. There overwhelmed with sorrow to the point of death, Jesus struggles to obey to death on a cross; he agonizes to embrace the hour and to drink the cup.
Don’t we understand this? Perhaps it is due in part to our being mesmerized by the symbols of power and wealth, so that we show favoritism, reserving the seat of honor for the well-dressed wealthy and leaving standing or seated on the floor the poor man with filthy old clothes (Jas. 2:1-7). If such is the case, it is good to be reminded that the poor are God’s chosen ones, that they are the royalty in the kingdom of God, as St. Louise de Marillac and St. Vincent de Paul did not fail to teach [1]. It wouldn’t be bad to be aware as well that not a few wealthy people are exploiters and persecutors, and to ask ourselves if we are not unlike some victims of violence who keep clinging to those who abuse and exploit them.
It is possible also that our lack of understanding is the result of our excessive search for the mysterious—in the sense of esoteric and magical—in our celebrations, and that is why we would rather hear the strange sound of a not-understood ancient language than know the meaning of the prayers, the readings, and the hymns. According to Robert Taft, S.J., the sense of mystery does not derive from the language but rather from knowledge and understanding. Says this emeritus Pontifical Oriental Institute professor: “The language is for us, and if you don't understand the language— whether in Latin or your native tong—then you've got a problem” [2].
And one enamored with the esoteric, is he not perhaps dazzled too by the glitter of golden vessels, embroidered altar linens, silver chains for lamps, and other church ornaments, so that he cannot see the table of the word and body of Christ [3]? But it is through this table that it becomes possible for us to have the crucified Jesus really present , so he may open our hearing and make it capable to accept his teaching, and give each one of us a well-trained tongue that will confess that truly this man is the Son of God. Such confession speaks to the weary.
NOTES:
- [1] “An Upside-Down Sign: The Church of Paradox,” America (November 22, 1997) 6-11.
- [2] Cf. http://ncronline.org/news/vatican/liturgy-and-life-jesuit-scholar-reflects-his-46-years-rome (accessed March 26, 2012).
- [3] Cf. the non-biblical reading, Office of Readings for Saturday, Twenty-First Week in Ordinary Time, The Liturgy of the Hours.
VERSIÓN ESPAÑOLA
Domingo de Ramos, Año B-2012
- ¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? (Jn. 13, 12)
Todo el mundo quiere ver a Jesús. Ahora una muchedumbre, alfombrando el camino con sus mantos y con ramas cortadas, le dan la bienvenida. Gritan alabanzas a Dios y bendiciones al que viene.
Pero la popularidad de Jesús no quiere decir que la gente le comprende. Aun los discípulos se muestran careciendo de comprensión una y otra vez (Mc. 4, 13. 40; 6, 52; 8, 17-21). Les cuesta entender en particular la predicción del misterio pascual y la consecuencia de éste en el modo de vivir de ellos como discípulos (Mc. 9, 30-35; 10, 32-44). Uno de los doce selectos—quizás codicioso o desilusionado de la enseñanza de que el Hijo del hombre ha venido para servir y para dar su vida en rescate por muchos (cf. Jn. 12, 6; Mc. 9, 33-35; 10, 42-45)—decide traicionar al Maestro.
Y los once que quedan lo abandonan y huyen. Hasta el que siempre se menciona primero de los tres más selectos de los selectos echa maldiciones y jura no conocer a Jesús. Se olvida de su promesa de no negarle aunque esto signifique muerte cierta. Se ve que en todos ellos la palabra divina, cual semilla sembrada en terreno pedregoso, aún no tiene raíz (Mc. 4, 16-17).
De más está decir que para ser como lo sembrado en tierra buena y dar fruto, los que nos declaramos discípulos de Jesús debemos oírle y, sobre todo, aceptarle tal como se revela y no como nuestras expectativas dictan que él sea (Mc. 4, 20). Muy importante, claro, para que entendamos correctamente es considerar a Jesús como el grano de trigo que cae en tierra, muere, y da mucho fruto.
A primera vista, parece que la muerte no es lo que se señala con la mención del monte de los Olivos. Hay evocación sí de la gran batalla en la que prevalecerá el Señor quien luego entrará en Jerusalén, como rey triunfador, para tomar posesión de ella (Zec. 14, 4). Pero justo y humilde viene el Salvador, montado en un borrico de paz, no en un caballo de guerra (Zec. 9, 9). La batalla refiere más bien, creo, a la agonía en el jardín de Getsemaní en el monte de Olivos. Allí muriéndose de tristeza, lucha Jesús por obedecer hasta la muerte de cruz; agoniza por abrazar la hora y beber la copa.
¿Todo esto no lo comprendemos? Tal vez se debe en parte a que nos dejamos hipnotizar por los símbolos de poder y riqueza y, por eso, damos lugar al favoritismo, diciéndole al bien vestido: «Siéntate aquí, en el puesto reservado», y al pobre andrajoso: «Estate ahí de pie o siéntate en el suelo» (Stg. 2, 1-7). Si este es el caso, entonces nos conviene recordar que los pobres son los escogidos por Dios, de que ellos—como no dejaron de enseñar santa Luisa de Marillac y san Vicente de Paúl—son la realeza en el reino de Dios (véase «Un signo boca abajo» del Padre Maloney). No sería mal darnos cuenta también de que no son pocos los ricos que explotan y persiguen, y preguntarnos si no somos como unos víctimas que siguen aferrándose a los violentos y los explotadores.
La falta de comprensión puede resultar de nuestra búsqueda excesiva de lo misterioso—en el sentido de esóterico y mágico—en nuestras celebraciones y, por eso, nos gusta más oír el sonido extraño de un idioma antiguo no entendido que saber el significado de las oraciones, las lecturas y los himnos. Según Robert Taft, S.J., el sentido de misterio no resulta del idioma sino del conocimiento y del entendimiento. Dice este profesor emérito en el Pontificio Instituto Oriental que el idioma no es para Dios sino para los hombres, y donde no se entiende el idioma usado, sea éste latín o lengua materna, allí hay problema.
Y, ¿acaso no se deslumbra también el enamorado de lo esotérico por el brillo de los vasos de oro, los lienzos bordados, las cadenas de plata de las lámparas, y de otros adornos en las iglesias, de modo que no ve la mesa de la palabra y del cuerpo de Cristo? Pero por medio de esta mesa se nos hace posible volverle al crucificado a pasar por nuestro corazón, para que él nos abra el oído y lo haga capaz de aceptar su enseñanza, y nos dé una lengua que confiese que realmente este hombre es Hijo de Dios. Tal confesión es palabra de aliento para los abatidos.