Third Sunday of Advent, Year B-2011
- As the Father has sent me, so I send you (Jn. 20:21—NABRE)
A missionary is someone sent. But they were not missionaries, those priests, Levites and Pharisees who had been sent from Jerusalem by those vested with the magisterium of the Jewish religion to investigate John the Baptist. Rather, they were inquisitors.
The inquisitor cross-examines and makes it known that he is the adversary or accuser, ha-Satan in Hebrew. He opposes and is a stumbling block to those people he does not understand; he does not understand them because, thinking as human beings do, he lets himself be hemmed in by traditional and customary categories (Mt. 16:23).
The adversary does not acknowledge with humility his ignorance nor does he inquire patiently into the possibility that God thinks differently. The inquisitor wants quick answers to his accusing questions. Thus it was with impatience that John the Baptist was asked, “Who are you, so we can give an answer to those who sent us? What do you have to say for yourself?” and later, “Why then do you baptize if you are not the Messiah or Elijah or the Prophet?” The one who investigates frequently gets disappointed and is not amused. It could be too that arrogant indignation is a way of hiding one’s ignorance, uncertainty or insecurity.
The one sent by God, on the other hand, shows himself a missionary by his transparency and humility. He is without pretensions. He confesses without reservation who he is who he is not. It goes without saying that he is comfortable in his own skin. He takes himself for what he is—no more and no less—and does not have either superiority or inferiority complex. He is like St. John the Baptist, who neither congratulated himself for being the prophesied voice of one crying in the wilderness nor was ashamed of the role he played that was subordinate to Jesus’ . The missionary stands on the truth, and so, is humble.
And from the truth and humility arise both joy and confidence. Recognizing the one existing in the beginning, who is also the light shining in the darkness, the missionary rejoices heartily in the recognized and his soul’s joy is in the light to which he testifies.
So joyful, the humble does not take long to admit too that for God nothing is impossible, and so, to think outside the box, able to test everything and retain what is good. He would not now deem it impossible for a virgin to give birth or for the Mother of God to be conceived without sin or for Castilian roses to spring up and blossom in freezing December on craggy Tepeyac hill where suffocating thorns, thistles, nopales and mesquites abounded.
Those who are in the wilderness and live in the margins of society do not, of course, disappoint the missionary. His mission, after all, is precisely a sharing in the mission of the one who was anointed with the Holy Spirit and sent to bring glad tidings to the poor. The poor, as St. Vincent de Paul said [1], are the missionary’s lot and, what happiness that one gets to do what the Lord did! The missionary, then, is not adversarial toward the poor nor is he their accuser; rather, he defends them under the inspiration and guidance of the Advocate.
The outpouring of the same Advocate makes holy the gifts of those sent so that they may become for them the body and blood of Jesus Christ.
NOTE:
[1] P. Coste XII, 4.
VERSIÓN ESPAÑOLA
3° Domingo de Adviento, Año B-2011
- Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo (Jn. 20,21)
Un misionero es un enviado. Pero no fueron misioneros aquellos sacerdotes, levitas y fariseos enviados desde Jerusalén por los investidos del magisterio de la religión judía para investigar a san Juan Bautista. Fueron más bien inquisidores.
El inquisidor interroga y da a conocer que es el adversario o el acusador, ha-Satán en hebreo. Se opone, o les es piedra de tropiezo, a las personas por él no comprendidas; no las comprende porque se deja confinar por las categorías tradicionales y acostumbradas, pensando como los hombres (Mt. 16, 23).
El adversario no reconoce con humildad su ignorancia ni averigua con paciencia de la posibilidad de que Dios piense de forma diferente a la de los hombres. Quiere respuestas rápidas a sus preguntas acusatorias. Así, pues,con impaciencia se le dijo a san Juan Bautista: «¿Quién eres? Para que podamos dar una respuesta a los que nos han enviado, ¿qué dices de ti mismo?», y luego: «Entonces, ¿por qué bautizas, si tú no eres el Mesías, ni Elías, ni el Profeta?». El investigador se siente decepcionado con frecuencia por el investigado y no le ve la gracia. Pero puede ser también que la indignación arrogante sirva para disimular la ignorancia, la incertitud o la inseguridad.
El enviado por Dios, por otro lado, se muestra misionero por su transparencia y su sencillez. Es un hombre sin pretensionses. Confiesa sin reservas quién es y quién no es. Sobra decirlo que él se siente cómodo dentro de su piel. Se toma por lo que es—nada más y nada menos—y no tiene ningún complejo ni de superioridad ni de inferioridad. Es como san Juan Bautista, el cual no se congratuló por servir de voz profetizada del quien gritaba en el desierto, ni se avergonzó tampoco del papel subordinado al del Mesías que desempeñaba. El misionero se vale de la verdad y, por eso, es humilde.
Y de la verdad y de la humildad surgen tanto la alegría como la confianza. Conociendo al existente en el principio, quien mismo es la luz que brilla en la tiniebla, el misionero desborda de gozo con el conocido y se alegra con la luz de la que él es testigo.
Así de alegre, el humilde no tarda en reconocer también que para Dios no hay nada imposible y en pensar, pues, fuera del molde tradicional y en ser capaz de examinarlo todo, quedándose con lo bueno. Ya no calificaría como imposible que una virgen diera a luz, o que la Madre de Dios se concibiese sin pecado, o que brotaran y florecieran rosas de Castilla en diciembre de frío tremendo en el cerro peñascoso de Tepeyac en donde abundarían ahogantes zarzas, nopales y mezquites.
Por supuesto, al misionero no le decepcionan los que se hallan en el desierto, viviendo marginados de la sociedad. Después de todo, la misión del enviado es precisamente para ellos, pues, es participación en la obra del que fue ungido con el Espíritu Santo y enviado para dar la buena noticia a los pobres. Como lo dijo san Vicente de Paúl (XI, 324), son los pobres el lote del misionero y, ¡qué dicha para éste hacer lo que hizo el Señor! El misionero no se opone, pues, a los pobres ni les acusa, sino que les defiende según la inspiración y la dirección del Paráclito.
La efusión del mismo Paráclito santifica las ofrendas de los enviados para que sean para éstos Cuerpo y Sangre de Jesucristo.