Fifteenth Sunday in Ordinary Time, Year A-2011

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Blessed are those who hear the word of God and observe it (Lk. 11:28—NAB)

According to Jesus, it has been the Father's gracious will to hide the mysteries of the kingdom of heaven from the wise and the learned and to reveal them to the childlike. The Son now likens himself to the Father and grants knowledge of the meaning of the parable of the sower to the disciples and not to those who look but do not see and hear but do not listen or understand.

The last, so learned that they take themselves to be, are sure of their ability to understand by themselves, and by their own efforts, the parable or know what it is all about. They are given to analyzing things and nothing slips by them, not even the least of the most insignificant of details. But as it is often said, we unfortunately cannot see the forest for the trees and hence the numerous smallest things detract from the integrity or wholeness of the elements. Grasping all, the wise lose all and they even end up neglecting such weightier matters as justice, mercy and fidelity (Mt. 23:23). There is no doubt that the intelligent get it, as it is clear with regard to the parable of the wicked, but grasping the truth is one thing, accepting it is another (Lk. 20:19). And, of course, no matter how much they deem themselves infallible, the wise err like any other human being. It happens, for instance, when the learned, allowing themselves to be carried away by their own presumptions and suppositions, insist on imposing as indispensable norm their way of thinking (Mt. 22:29). So, they look but do not see and hear but do not listen or understand because they only see and hear what they want to see and hear. And if they derive some pleasure from hearing Jesus' word, it still does not help since the same old concerns and worries prevent it from taking root or choke it.

The former, on the other hand, do not think themselves learned. That is why they ask, for example, why speak in parables. They make it known that they need a teacher who will explain things to them. God's effective revelation makes the childlike admit with greater humility and fear their sinfulness, uncleanness, inadequacy (Ex. 3:11; 4:10; Is. 6:5; 66:2). Explained by no less than the only one really who knows the Father intimately and to whom all things have been handed over by the Father, the divine word draws more strongly and is understood better so that the lowly treasure it in their hearts and reflect on it and with it bear fruit, yielding an admirable and inevitable harvest that is a hundred or sixty or thirty times more abundant than the seed sown.

Indeed, as both Father Robert P. Maloney, C.M., and Father Pedro Opeka, C.M., assure us, the simple folks, the lowly, the poor, will evangelize us effectively if we allow them [1]. Those gone out of the house, the homeless, marginalized and not enjoying any certainty or security or comfort—doctrinal, ritual or otherwise—are ready and willing to share with us the bread and the drink of eternal life. But are we ready to accept what St. Vincent de Paul admitted humbly, namely, that "we live off the patrimony of Jesus Christ,from the sweat of the poor" [2]? He makes use of the poor, Jesus, the Word of God par excellence who, come down from heaven, does not return to God void but does God's will and achieves his end and thus brings about our rebirth and our redemption.


NOTES:

[1] Cf. The Way of Vincent de Paul (Brooklyn, NY: New City Press, 1992) 150; see also http://onecatholicnews.wordpress.com/2011/06/11/poverty-can-be-overcome-by-imitating-jesus-famous-missionary-says/ (accessed July 8, 2011).
[2] P. Coste XI, 201.


VERSIÓN ESPAÑOLA

Dichosos más bien los que oyen la palabra de Dios y la obedecen (Lc. 11, 28)

Según Jesús, al Padre le ha parecido mejor ocultar los secretos del reino de los cielos a los sabios y revelárselos a la gente sencilla. Ahora el Hijo se conforma con Padre y les concede el conocimiento del significado de la parábola del sembrador a los discípulos y no a aquéllos que miran sin ver y escuchan sin oír ni entender.

Los últimos, tan entendidos que se creen, están seguros de su capacidad de llegar por su propia cuenta y sus propios esfuerzos a entender la parábola o saber de qué se trata. Se dedican a hurgar y no se les escapan ni los más mínimos detalles. Pero, como se oye decir, los árboles no dejan ver desafortunadamente el bosque y de ahí las múltiples cosas más pequeñas le restan valor a la integridad o totalidad de los elementos. Abarcando mucho, los sabios aprietan poco y hasta llegan a pasar por alto tales cosas que tienen mayor importancia como la justicia, la misericordia y la fidelidad (Mt. 23, 23). No hay duda que los inteligentes comprenden, como es el caso referente a la parábola de los labradores malvados, pero una cosa es comprender la verdad y otra cosa, admitirla (Lc. 20, 19). Y, por supuesto, por más que se consideren infalibles, aún los sabios se equivocan como cualquier ser humano. Esto pasa, por ejemplo, cuando, dejándose llevar por sus presunciones y suposiciones, insisten en que se imponga como norma indispensable su modo de pensar (Mt. 22, 29). Así que miran sin ver y escuchan sin oír ni entender, porque ven y oyen sólo lo que quieren ver y oír. Y si les da cierto placer la palabra de Jesús (Mt. 22, 34-35), no les ayuda ésta ya que los intereses y afanes de siempre le impiden echar raíces o la ahogan.

Los primeros, por otro lado, no se dan por entendidos. Es debido a esto que ellos preguntan por el motivo de las parábolas, por ejemplo. Dan a entender que tienen necesidad de un maestro que les explique las cosas. La eficaz revelación de Dios les hace a los sencillos reconocer con mayor humildad y temor sus pecados, su inmundicia, su inadecuación (Ex. 3, 11; 4, 10; Is. 6, 5). Explicada por el solo conocedor íntimo del Padre, el mismo a quien todo se lo ha entregado el Padre, la palabra divina atrae más y se entiende mejor para que los humildes la atesoren en el corazón y reflexionen sobre ella y con ella produzcan una cosecha admirable e inevitable, treinta, sesenta y hasta cien veces más numerosa de lo que se sembró.

La gente sencilla, los humildes, los pobres, sí (como nos lo recuerdan tanto el Padre Robert P. Maloney, C.M., como el Padre Pedro Opeka, C.M.) nos evangelizarán eficazmente si les dejamos hacerlo. Los salidos de su casa y sin hogar, marginados y no disfrutando de certeza o seguridad o comodidad, sea doctrinal sea ritual sea de cualquier tipo, están dispuestos a compartir con nosotros el pan y la bebida de vida eterna. Pero, ¿estamos listos nosotros a reconocer lo admitido humildemente por san Vicente de Paúl, es decir, que «vivimos del patrimonio de Jesucristo, del sudor de los pobres» (XI, 120-121)? De los pobres se sirve Jesús, la Palabra de Dios por excelencia que, descendida del cielo, no vuelve a Dios vacía sino que hace la voluntad de Dios y cumple su encargo y así lleva a cabo nuestro renacimiento y nuestra redención.