Second Sunday of Easter, Year C-2013

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If, then, we have died with Christ, we believe that we shall also live with him (Rom 6:8)

Many people then wanted Peter’s shadow at least to fall on them. Now, however, the figure representing those in the U.S., for example, who claim not to have any religious affiliation has gone up to 20%, according to sociologists from the University of California, Berkeley. And it is no secret that there are more and more Catholics who identify themselves as “recovering Catholics.” So, the bishop of Trenton, NJ, David M. O’Connell, C.M., had every reason to consult with scholars.

It is fine to leave it to the experts to find explanations. The Church should not lose any member. Nor can she fail to make disciples of all nations.

And the more the Church fulfills her mission to be an instrument of repentance, forgiveness and reconciliation, the more she exudes life and joy. Doing so, she encourages her own to stay and others to believe in the Lord. She likewise becomes like the one who, anticipating the need of those locked up in the darkness of fear and shame, wishes them peace and, in effect, tells them: “Be enlightened”; “Go forth.” People are driven away, on the other hand, by a Church with the frowning face of an inquisitor.

The more we introduce ourselves as bearing the marks of the one lifted up and pierced on the cross, who lived and preached the good news of mercy and justice in a way never seen nor heard before, the more we show that we are the authentic body of Christ. Working with him for the forgiveness of sins and the justification of many, we partake of his attractiveness and of his blessing of seeing countless descendants (Is 53:10). Those who suffer much and are mocked have great esteem for the Church that gives witness to Jesus who is like his brothers in every way, but sin, and has been similarly tested like them.

Such a Church is, therefore, compassionate. She is the voice of the voiceless infants in the wombs who leap for joy at Jesus’ presence. Like him, she puts her arms around children, especially those children who ask their mothers, “Where is the cereal?” as they faint away and even breathe their last in their mothers’ arms (Lam 2:12). She receives the insane in imitation of her Lord who, according to St. Vincent de Paul, “willed to be surrounded by lunatics, demoniacs, the insane, the tempted, the possessed,” so as to heal them (XII, 88). She welcomes the belittled foreigners and the wearied exiles, and comforts them with the Risen One’s words, “Do not be afraid.” Like Jesus who came to call sinners and empowers them for the new life, she is at the service of the delinquents. Just like the Good Samaritan par excellence, she approaches the victims of wars, of injustice and violence, of natural disasters and accidents. She frequents the “outskirts,” to bring light to those places where the faith of those who believe without seeing is most at risk, and to pray over the realities of people’s daily life, “their troubles, their joys, their burdens and their hopes” (Pope Francis, Chrism Mass).

This Church that sees no misery that she does not try to alleviate only provides the “same kind of meal” she receives at the Lord’s Table (cf. St. Augustine, Office of Readings, Liturgy of the Hours for Wednesday of Holy Week). Small like the mustard seed, she becomes so large that she draws many to dwell in her shade, like in the shadow of the Almighty (Mk 4:31-32; Ps 91:1).


VERSIÓN ESPAÑOLA

Domingo 2° de Pascua, C-2013

Si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él (Rom 6, 8)

Muchos entonces buscaban que cayera sobre ellos por lo menos la sombra de Pedro. Pero ahora en los EE.UU., por ejemplo, ha subido al 20% la cifra de los que se declaran sin ninguna afiliación religiosa—según sociólogos de la Universidad de California, Berkeley. Y los católicos no desconocemos que crece cada vez más el número de los que dicen que se están recuperando del catolicismo. Con razón consultó con estudiosos el obispo de Trenton, Nueva Jersey, David M. O’Connell, C.M.

Está bien que los expertos busquen explicaciones. No se le debe perder a la Iglesia ningún miembro. Tampoco puede ella dejar de hacer discípulos de todos los pueblos.

Y cuanto más cumple ella con su misión de ser un instrumento de arrepentimiento, perdón y reconciliación, tanto más rebosa de vida y alegría. Así anima a los suyos a quedarse y a otros a adherirse al Señor. Se asemeja asimismo al que, anticipando la necesidad de los encerrados en la oscuridad del miedo y la vergüenza, les desea la paz y les dice efectivamente: «Sed iluminados»; «Salid». Ahuyenta a la gente, en cambio, una Iglesia con cara fruncida de un inquisidor.

Cuanto más nos presentamos con las señales del elevado y traspasado en la cruz que vivió y predicó la buena nueva de misericordia y justicia de modo nunca visto ni oído, tanto más nos manifestamos como el cuerpo auténtico de Cristo. Colaborando con él para el perdón de los pecados y la justificación de muchos, participamos de su atracción y de su bendición de ver innumerables descendientes (Is 53, 10). Los sufridos escarnecidos estiman mucho a la Iglesia que da testimonio de Jesús parecido a sus hermanos en todo, menos en el pecado, y probado exactamente como ellos.

Tal Iglesia es, pues, compasiva. Sirve de voz de las criaturas sin voz en los vientres, las cuales saltan de alegría en la presencia de Jesús. Como él, abraza a los niños, especialmente a aquellos que preguntan a sus madres: «Dónde hay pan?», mientras desfallecen y aun expiran en brazos de sus madres (cf. Lam 2, 12). Recibe a los locos a imitación de su Señor que, según san Vicente de Paúl, «quiso verse rodeado de lunáticos, endemoniados, locos, tentados y posesos», para sanarlos (XI, 394). Acoge a forasteros discriminados y a desterrados abatidos, y les alienta con las palabras del Resucitado: «No temáis». Como Jesús que ha venido a llamar a los pecadores y capacitarlos para la vida nueva, está al servicio de los delincuentes. Se acerca, cual el buen Samaritano por excelencia, a las víctimas de las guerras, de la injusticia y la violencia, de desastres naturales y accidentes. Frecuenta «las periferias» para iluminar situaciones donde corre mayor riesgo la fe de los dichosos que creen sin ver, y para rezar con las cosas de la vida diaria del pueblo, «con sus penas y alegrías, con sus angustias y sus esperanzas», por lo que los deja agradecidos y confiando más en ella (Papa Francisco, Santa Misa Crismal).

Esa Iglesia que no ve ninguna miseria sin tratar de remediarla solo muestra lo que toma de la Mesa del Señor (san Agustín, Oficio de Lectura, Liturgia de las Horas para el Miércoles Santo). Pequeña como una semilla de mostaza, luego será tan grande que atraerá a muchos a anidar a su sombra, como a la sombra del Todopoderoso (Mc 4, 31-32; Sal 90, 1).